Pintaba más o menos bien. Hace dos años atrás, en octubre de 2010, Fidel Castro, ya anciano, recapacitó con la almohada, trató de enmendar algunos de sus errores y rectificar sus pensamientos. Dicen que nunca es tarde cuando la intención es buena.
Entonces, en un excepcional instante de lucidez, Fidel acababa de declarar en un hospital de la Havana donde permanecía internado, que el pueblo judío había sido el más injuriado de la historia. También admitió públicamente, y a viva voz, la existencia del Holocausto, la expulsión de los judíos de la Tierra de Israel y el hecho de que durante miles de años estuvieron sujetos a terribles violaciones, asaltos, persecusiones, deportaciones y asesinatos.
Castro dijo en aquel momento sentirse admirado de que, a pesar de todas esas desgracias, el pueblo judío consiguió mantenerse relativamente unido a lo largo de los siglos en base a su identidad y a sus tradiciones «como la nación que es».
Y por si ello fuera poco, aconsejó al presidente iraní, Mahmud Ahmadijenad, a dejar de injuriar a los judios y de negar la Shoá.
Todo parecía ir de maravillas, pero el problema es que el tiempo sigue pasando, nos vamos poniendo cada vez más viejos, y también un poco más experimentados, como para entender que el objetivo de varios líderes del Tercer Mundo debería haber sido hacer lo necesario para quesus pueblos avancen rumbo al primero. Sólo que algunos de ellos muy pronto comprendieron que si lo llevaban a cabo, se arriesgarían a perder justamente eso: ser líderes de por vida. Para dirigentes del tipo Castro, se trata de una decisión difícil. Después de todo, para ciertos politicos el poder es la capacidad de hacer creer a muchos lo poco que éstos les interesan.
En octubre de 1953, en su defensa por el juicio del Moncada, Fidel había dicho que «en las monarquías teocráticas de la más remota antigüedad, era prácticamente un principio constitucional que cuando un rey gobernase torpe y despóticamente, fuera depuesto y reemplazado por un príncipe virtuoso». Y encarando a los jueces exclamó: «Pueden condenarme; la historia me absolverá».
Con su pasado reconocimiento de las desgracias del pueblo judío, el viejo Fidel ya iba en camino de que la historia lo absuelva; pero resulta que esa misma historia a la que él se refirió no era más que una mentira encuadernada.
Esta semana, el diario alemán «Die Welt» publicó actas, documentos firmados y protocolos desclasificados de los archivos del espionaje germano, en los cuales se puede leer claramente que para enfrentar la crisis de los misiles con EE.UU en 1962, el «progre» Fidel reclutó nada más y nada menos que a ex oficiales nazis miembros de las Waffen-SS, paracaidistas y técnicos del ejército del Führer para que instruyan a las tropas cubanas en el arte de combatir contra futuros invasores.
En pocas palabras: Querían hacer de Cuba un garito de misiles y en eso llegó Fidel con miembros de la Gestapo de la mano. Se acabó la diversión; llegó el Comandante y mandó a parar.
No hay caso; con el tiempo nos vamos dando cuenta que la mayoría de los llamados héroes revolucionarios son como los cuadros de una exposición: para estimarlos y valorarlos realmente no hay que mirarlos demasiado cerca.