Esta puede ser una fábula no demasiado agradable de leer; pero sería conveniente recordarla cada vez que nos toque presenciar el histérico ajetreo de miles de policías y soldados tratando de hacer retroceder a manifestantes en los aeropuertos, en las playas y en las fronteras.
Érase una vez un hombre que en el sótano de su casa yacía muerto un gigantesco mamut. En un primer momento, el ligero olor que emanaba de allí sólo molestaba a aquellos con narices de fina sensibilidad. Pero poco tiempo después, los vecinos también comenzaron a notarlo. Entonces el hedor se extendió por todas partes.
A medida que pasaba el tiempo, el cadáver atraía insectos y toda clase de bichos. Sin embargo, el dueño de la casa encontró conveniente ignorar por completo la situación. ¿Qué importaba si había una cucaracha o algunas hormigas, aquí o allá, escabulléndose a lo largo de los paneles? De hecho, el hombre sabía muy bien de qué se trataba esa cosa desagradable que ponía en peligro a todo el edificio y que estaba abandonada allí, en medio de una pululación de alimañas, y pudriéndose entre los cimientos. Pero a causa de la profunda repugnancia que le provocaba la sola idea de tener que acercarse a ella para poder sacarla, prefirió dejarlo para más tarde.
Después de varios años, un nuevo dueño llegó al edificio y decidió que la política del lugar tenía que cambiar; no debía retrasarse ni un segundo más el tratamiento directo de la raíz del problema, es decir, deshacerse del cadáver, pero a cambio de santificar la situación actual mediante la búsqueda de razones ideológicas para no cambiarla totalmente.
"El problema no es el cadáver en el sótano", explicó, "sino la intolerable codicia de los insectos que se alimentan de él. Hasta que éstos no cambien su naturaleza y dejen de comerlo todo, de nada servirá hacer algo, ya que incluso si no poseyeran este cadáver no harían más que buscar otro objetivo: migas de pan o un tarro de azúcar en la cocina".
Cuando era evidente que ya no había ninguna posibilidad ni esperanza de eliminar el cadáver en el futuro, todo el edificio se convirtió en un objeto repulsivo; y mientras tanto, las hormigas e insectos que pululaban por las paredes y los pisos aumentaron drásticamente su número hasta crear una pesada sensación de estado de sitio. Ingresaban por las ventanas; cuando se sellaban las ventanas, comenzaban a invadir nuevamente por debajo de la puerta; y cuando se bloqueaba ese camino con un trapo de piso, brotaban de los interruptores de electricidad.
"¿Ven?" dijo el hombre a los miembros de su familia. "Esto demuestra acabadamente que no desean comer el cadáver: a quienes quieren devorar es a nosotros. No pretenden destruir el sótano sino toda la casa".
En tales condiciones, y con la misma lógica, el hombre se levantó, cogió un zapato en una mano y un spray insecticida en la otra, y comenzó a perseguir a cada insecto y hormiga para capturarlo, aplastarlo o enviarlo de regreso, uno tras otro, al lugar de donde habían salido. De vez en cuando, y como medida preventiva, hacia astutas incursiones en el exterior para fumigar aquellos nidos y puntos de salida que había también en el patio, así como otros todavía más alejados.
Más tarde incluso trató de acallar a los miembros de la familia que se quejaban y advertían sobre la podredumbre. Y entre tanto ir y venir, por aquí y por allá, el hombre se sentó jadeando y sudando en el borde de una silla, mientras celebraba una victoria pasajera, pero preparándose heroicamente para enfrentar a la próxima horda, de tal modo que esa "preparación" terminó convirtiéndose en el sentido de su vida. ¿De dónde habría de surgir la próxima vez: de la ventana, de la puerta o del fregadero?
Esta puede ser ciertamente una fábula mordaz y no demasiado agradable de leer; pero sería conveniente recordarla la próxima vez que nos toque presenciar el histérico ajetreo de miles de policías y soldados tratando de hacer retroceder a los manifestantes en los aeropuertos, en las playas, en las fronteras y pronto también en la no-frontera oriental en el corazón del territorio.
Sería bueno tenerla presente durante la próxima audaz operación destinada a evitar las flotillas navales, y también "aéreas", y los kamikazes con pancartas de protesta; cuando se intente una vez más detener cualquier crítica a través de la legislación y rechazar olas de reclamaciones de patéticos intentos legalistas dentro y fuera del país; o cada vez que se vea a un diplomático israelí agitar su débil puño en una sala vacía cuando ya ha perdido la batalla contra la soledad y el ostracismo.
Y sobre todo, sería mejor no olvidarnos de esta fábula cada vez que nos repitan el sabido discurso:
"Lucharemos en las playas, en las pistas de aterrizaje, en los campos y en las calles, mientras Binyamín Netanyahu esté al frente de las fuerzas de asalto; el Churchill de los plaguicidas y los aerosoles".
Fuente: Haaretz - 17.7.11
Traducción: www.argentina.co.il