El 25 de Mayo de 1960 recién había cumplido 14 años y Argentina conmemoraba el 150 aniversario de su revolución emancipadora. El gobierno democrático del presidente Arturo Frondizi resolvió festejar la solemne fecha organizando en Buenos Aires un enorme y a la vez original desfile militar al que fueron invitados a participar diferentes regimientos representativos de todos los países latinoamericanos .
Era un día de sol radiante, y junto con mi padre y mi hermano llegamos a la Avenida del Libertador General San Martín para presenciar el evento. Algunos escuadrones extranjeros desfilaron luciendo uniformes almidonados de las tropas que habían combatido en la época de la lucha por su independencia. Todos, sin excepción, recibían los aplausos del público.
De repente, dichos aplausos se transformaron en estruendosos gritos e interminables aclamaciones de admiración. Ante la sorpresa de la muchedumbre allí reunida, una treintena de muchachos barbudos, vestidos de verde oliva y con inusuales cabelleras largas, marchaba con sus fusiles al hombro a paso desigual y saludando inhabitualmente con sus manos al público, sin parecer que le importase demasiado la solemnidad del acontecimiento.
Se trataba de un grupo representante de los revolucionarios cubanos, que cinco meses antes, al mando de Fidel Castro, habían descendido desde la Sierra Maestra hasta la Habana y acabado con la sangrienta dictadura de Fulgencio Batista. Eran los nuevos héroes latinoamericanos, delegados en vivo y en directo de una epopeya con la cual cualquier chico de 14 años podría identificarse.
Recuerdo que hasta poco antes de emigrar a Israel (1967), llevaba en mi billetera la carta de despedida del Che a Fidel, cuando el primero le anunció su marcha de Cuba: «Mi única falta de gravedad es no haber confiado más en tí desde los primeros momentos de la Sierra Maestra y no haber comprendido con suficiente celeridad tus cualidades de conductor. Pocas veces brilló más alto un estadista que en esos días. Me enorgullezco de haberte seguido sin vacilaciones, identificado con tu manera de pensar y de apreciar tus principios humanos» (Leído en público por Fidel Castro el 3.10.65).
«En este juicio se debate algo más que la simple libertad de un individuo. Se discute sobre cuestiones fundamentales de principios. Se juzga sobre el derecho de los hombres a ser libres, se debate sobre las bases mismas de nuestra existencia como nación civilizada y democrática» (Fidel Castro en su defensa por el juicio del Moncada; 16.10.53).
El cantautor Pablo Milanés escribió que «el tiempo pasa; nos vamos poniendo viejos» y también un poco más experimentados como para entender que el objetivo de algunos líderes del Tercer Mundo era hacer avanzar a sus países rumbo al primero, mientras que otros entendieron que si lo llevaban a cabo, se arriesgaban a perder justamente eso: ser líderes de por vida. Coicidan conmigo que para dirigentes como Nasser, Tito, Mubarak, Gaddafi, Assad, Castro o Chávez, se trata de una decisión difícil. Después de todo, para ciertos dirigentes el poder es la capacidad de hacer creer a muchos lo poco que éstos le importan.
Y Fidel resolvió fotografiarse en su tierra natal con cada uno de ellos sin que le temblaran las piernas y con la misma facilidad con la que el caudillo bananero, Hugo Chávez, le regaló a Gaddafi el sable de Simón Bolívar.
«Había una vez una República. Tenía Constitución, leyes, libertades, presidente, congreso y tribunales. Todo el mundo podría reunirse, asociarse, hablar, discutir, criticar y escribir con entera libertad. El gobierno no satisfacía al pueblo, pero éste podía cambiarlo. Existía una opinión pública respetada y acatada y todos los problemas de interés colectivo eran debatidos libremente. Había partidos políticos, libertad de prensa, programas polémicos de radio y televisión, actos públicos, y en el pueblo palpitaba el entusiasmo. Este pueblo había sufrido mucho y si no era feliz, deseaba serlo y tenía derecho a ello. Lo habían engañado muchas veces y miraba el pasado con verdadero terror. Creía ciegamente que éste no podría volver; estaba orgulloso de su amor a la libertad y vivía engreído de que ella sería respetada como algo sagrado; sentía una noble confianza en la seguridad de que nadie se atrevería a cometer el crimen de atentar contra sus instituciones democráticas. Deseaba un cambio, una mejora, un avance, y lo veía cerca. Toda su esperanza estaba en el futuro» (Fidel Castro en su defensa por el juicio del Moncada; 16.10.53).
No hay caso, con el tiempo nos vamos dando cuenta que la mayoría de los llamados héroes son como los cuadros de una exposición: para estimarlos y valorarlos realmente no hay que mirarlos demasiado cerca.
Esta semana Fidel Castro (85) recibió con todos los honores al presidente de la República Islámica de Irán, Mahmud Ahmadinejad. Según trascendió, durante las dos largas horas que duró el encuentro, Fidel no le comentó nada acerca de transición democrática, elecciones legítimas, tribunales autónomos, presos politicos, implantación de leyes religiosas, discriminación de las mujeres o severos castigos a homosexuales. Pero sí encontró tiempo para condenar la «carnicería israelí selectiva contra dirigentes palestinos y brillantes científicos iraníes», además de advertir «que si llega a estallar una guerra nuclear en Oriente Medio no será por acciones irreflexivas del Gobierno de Teherán sino por la irresponsabilidad israelí».
Castro le dijo también que había «leído artículos de conocidos simpatizantes de Israel que hablan de crímenes realizados por sus servicios de inteligencia, en cooperación con los de EE.UU y la OTAN, como algo normal».
«En las monarquías teocráticas de la más remota antigüedad, era prácticamente un principio constitucional que cuando un rey gobernaba torpe y despóticamente, fuese depuesto y reemplazado por un príncipe virtuoso. Pueden condenarme, no importa; la historia me absolverá» (Fidel Castro en su defensa por el juicio del Moncada; 16.10.53).
Aquel chico de 14 años, que hoy es un hombre de casi 66 primaveras, ya no está tan seguro como entonces.