La semana pasada, el ex jefe del Shin Bet israelí, Ami Ayalón, afirmó en la Universidad de Texas, que el conflicto israelí-palestino «ya no es el mayor de la región» y que el más importante es actualmente «entre musulmanes sunitas y chiítas». «Ello se refleja en varios lugares, principalmente en Siria», aseguró.
Ciertamente, el Gobierno de Israel tiene un interés excepcional en romper el nexo que une a Irán con Hezbolá a través de Assad. Este es un asunto prioritario al que ahora, después de más de tres décadas, se puede poner fin; y Netanyahu no quiere desaprovechar la oportunidad.
Los resultados inmediatos de dicha coyuntura en la región, definida por Ayalón, no dejan de ser curiosos. Los mismos pusieron del mismo lado a Israel y a numerosos países árabes que por unos motivos similares y otros distintos se tornaron aliados en la causa. Al frente de ellos están Arabia Saudita y Qatar, dos estados que apoyan totalmente a los rebeldes en la guerra civil siria.
Arabia Saudita trata de imponer su influencia para ganar en tres frentes, el sirio, el iraní y el libanés de Hezbolá, los mismos que tiene Israel. En otras palabras, el «eje del mal chiíta» es el enemigo que se debe aislar, y los países sunitas y el Estado judío lo ven de la misma manera.
Las «relaciones-no relaciones» entre Arabia Saudita e Israel atraviesan por un buen momento. Un indicio puede ser que el principal diario saudita internacional, Al Sharq al-Awsat, hace tiempo que dejó de publicar, casi totalmente, noticias sobre los palestinos. El hecho llama más la atención ahora que se reanudaron las negociaciones entre las partes con EE.UU como mediador.
En su condición de sunitas, los sauditas están espantados del empuje chiíta, no tanto por su poderío militar, aunque ello no es de descartar, sino como por su influencia religiosa.
Los sauditas no toleran la irrupción de los chiítas en zonas históricamente sunitas. Por ejemplo, en el Sinaí y en la Franja de Gaza, donde apenas hay varios centenares o millares de chiítas, que antes nunca hubo, y que ahora se sienten atraídos por esa doctrina. Cabe agregar, que en Gaza Hamás no permite a los chiítas manifestarse, y más de una vez los recibió a golpes en sus cárceles.
En Siria, los sauditas desean establecer un Gobierno afín, aunque, en contra de lo que podría parecer a primera vista, no están jugando la carta de los Hermanos Musulmanes. No quieren repetir esa experiencia porque consideran que el caso egipcio de la Hermandad fue un fracaso para sus intereses. Aspiran a un islam menos comprometido y más maleable, un islam sin aspiraciones políticas, de tipo salafista.
En Líbano, los sauditas se quejan de lo mismo, es decir, en primer lugar de las conversiones de sunitas al chiísmo. Además, Hezbolá es una grave y fuerte espina clavada en la carne saudita en particular, y en la sunita en general, de ahí que la dirigencia de Riad trate de impulsar la comunidad sunita libanesa por todos los medios, especialmente a través de continuas inyecciones de capital, tal como Irán hace con Hezbolá.
Esta realidad también podría producir efectos secundarios, sino primarios, en las tratativas entre Israel y la Autoridad Palestina. No sorprendería a nadie que la influencia saudita se convierta en un factor importante en las negociaciones para no permitir su fracaso.
Tampoco sería descabellado suponer una nueva iniciativa saudita de paz «retocada» que se afine más a las aspiraciones de Israel.
Churchill decía que vale mucho la pena conocer al enemigo; entre otras cosas por la posibilidad de que algún día se convierta en aliado.