En los últimos tres años, un gobierno de extrema derecha ha tenido la oportunidad - y una libertad política total - para implementar esa alternativa de "paz y seguridad" que siempre aseguró que existía. Sin embargo, ha guiado a Israel hasta un peligroso estrecho sin salida.
Esta semana nos enteramos de que el comandante de un buque de la Marina de Israel fue encarcelado durante siete días tras cometer un error de navegación que provocó que el barco se extraviara unos 700 metros en las aguas territoriales de un país vecino. El castigo seguramente habría sido mucho más severo si el barco hubiera encallado, y no sin darse cuenta el comandante, sino de propósito.
Sin embargo, eso es precisamente lo que está ocurriendo en otra esfera, sobre la cual el sistema judicial israelí se muestra mucho más indulgente: la diplomática. Allí, al menos por ahora, el capitán y su tripulación de ocho personas permanecen exentos de castigo a pesar de haber conducido a todo un país al encalladero de un modo consciente y deliberado.
Asidua, terca y sistemáticamente, si no con arrogancia nihilista, la completa tripulación se ha encargado de dirigir la nave del país hacia una situación de parálisis forzada, aislamiento diplomático y vulnerabilidad internacional que ya ha captado la atención de los líderes y los medios de comunicación de todo el mundo, provocando en ellos una profunda inquietud.
Lo que el viceministro de Exteriores, Danny Ayalón, no hizo a fuerza de estupidez, fue realizado con desafiante brutalidad por su maestro, el ministro de Exteriores Avigdor Liberman. Y lo que Liberman dejó sin hacer fue hecho por el primer ministro Binyamín Netanyahu, quien lo designó en el cargo para que cumpliera el rol de "loco suelto".
Si aún quedaban pequeños restos de esperanza, y si todavía era posible hallar botes salvavidas flotando en el agua, Netanyahu se aseguró personalmente de hundirlos con sus propias palabras, por medio de sus enfrentamientos personales con el presidente estadounidense; con sus discursos huecos; con sus pronósticos de desastres y terror destinados a mostrar que no había ninguna razón para hacer nada, y sobre todo, mediante la revelación de su profundo convencimiento de que el conflicto no tiene solución.
Groucho Marx se jactaba en una de sus películas de haberse ido abriendo paso gradualmente desde la nada hasta un estado de extrema pobreza. El logro de Netanyahu resulta mucho más impresionante, ya que en su caso, al inicio, él tuvo a su disposición un sinnúmero de alternativas políticas y ventajas diplomáticas; sin embargo, en apenas dos años, ha alcanzado una extrema pobreza política: sin esperanza, sin amigos en la región, sin interlocutores para el diálogo, sin verdaderos aliados; privado incluso de opciones militares (al menos, algunos podrán consolarse con esto último).
Él y su tripulación de ocho ministros del gabinete se han dedicado a actuar sin preocuparse en absoluto por preservar un mínimo sentido de fineza diplomática, propagando amenazas, provocando crisis, buscando expresiones de antisemitismo y hallando las excusas más ridículas para la continuación del statu quo anexionista. Únicamente en aquellos casos en que no les quedó otra salida, se ocuparon de rendir falsas alabanzas a los "dos estados" y a la "voluntad de negociar", pero con tal falta de convicción que resultó aún peor que un rechazo directo. Pues de ese modo, Netanyahu no sólo perdió irreversiblemente popularidad; el primer ministro desperdició una carta mucho más importante: la confianza.
Durante muchos años, la derecha y los habitantes de los asentamientos demonizaron los Acuerdos de Oslo, y de hecho, cualquier proceso diplomático que supusiera la retirada de los territorios. Llamaron a sus promotores "criminales de Oslo" e incluso pidieron que fueran "llevados a juicio".
En los últimos tres años, un gobierno de extrema derecha ha tenido la oportunidad - y una libertad política casi total - para implementar aquella política alternativa de "paz y seguridad" que siempre aseguró que existía. Pero a medida que pasaban los meses, se hizo evidente que Bibi y su gabinete no tenían nada positivo que ofrecer, salvo la aplicación drástica de una política anti-Oslo; es decir, socavando y arrancando de raíz cualquier rastro de buena voluntad y esperanza que haya aparecido alguna vez en el trío conformado por Estados Unidos, Israel y Palestina.
Es cierto que también los palestinos tienen una enorme parte de responsabilidad en la generación del impasse. Además, no hay dudas de que los cambios radicales que se desarrollan actualmente en la región se habrían producido de todos modos. Pero, ¿puede realmente el gobierno considerarse libre de toda culpa ante tal estado de cosas?
Sólo la calma relativa y transitoria en el ámbito de la seguridad - cuyo tiempo también se agota, tal como el propio gobierno admite - ha logrado aplazar la cuestión de la responsabilidad que recae sobre esta tripulación anti-Oslo, que ha guiado calamitosamente a Israel hasta un peligroso e inédito estrecho sin salida.
Bibi y su gobierno, a diferencia de los del proceso de Oslo, ni siquiera podrían defenderse afirmando haber actuado de buena fe.
Fuente: Haaretz - 16.9.11
Traducción: www.argentina.co.il