Hace unos años, después de haber vivido en los Estados Unidos durante un largo período, la familia de mi hijo mayor regresó a Israel. Él es ingeniero de software y trabajó en una de las mayores compañías del mundo. Su esposa es arquitecta. Vivían allí como estadounidenses de clase media-alta. Tenían una bonita casa y sus hijas fueron a una excelente escuela privada.
Después de un año o dos de adaptación al lugar, no ocurría nada terrible en sus vidas que los impulsara a regresar a Israel. Sin embargo, regresaron. A día de hoy, no he sido capaz de averiguar la razón exacta. Las respuestas de mi hijo son imprecisas. Supongo que una variedad de motivos los trajeron de nuevo aquí, simples y complejos: la familia, los amigos, el idioma, los recuerdos del ejército y un raro amor por el paisaje de la patria.
Sin embargo, mientras que ellos han regresado, muchos de mis conocidos tienen amigos y parientes que se han establecido lejos de aquí y que no piensan volver. Es algo que me duele, pero no tengo nada que decirles. Una persona tiene derecho a vivir donde encuentre su felicidad y bienestar. Sin embargo, me horroriza la reacción de mis conocidos ante la partida de sus niños.
Algunos lamentan que sus nietos vayan a convertirse en norteamericanos, pero a muy pocos les satisface el hecho de que sus descendientes logren liberarse del desesperado vínculo con este lugar, algo que se está volviendo cada vez más difícil. Así pues, estas amistades se muestran satisfechas y no se molestan en ocultar su alegría tras suspiros hipócrita. "¿Por qué será suya la culpa de que mi madre y mi padre eligieron un destino de inmigración equivocado?", me dicen. "Me he convertido en víctima del sionismo, pero ¿por qué habría de castigar yo a mis hijos y nietos?"
Así que, en efecto, es necesario afirmar lo siguiente, a pesar de la dificultad que conlleva el tener que decirlo: Para muchos israelíes, y sobre todo para los exitosos, la experiencia israelí es percibida como un problemático destino. Ganarse la vida es difícil; la paz es algo remoto; la próxima guerra es un hecho seguro; el poder demográfico de los ultraortodoxos empobrecerá la economía; vemos acentuados brotes de fascismo, y la minoría árabe permanece excluida.
Así que ahora la cuestión ya no es por qué debería uno irse de este país, sino más bien, por qué tanta gente prefiere aferrarse a este lugar a pesar de que puede irse. Estas personas no sólo se niegan a considerar la posibilidad de partir, sino que se preparan para lo peor, es decir, una tragedia personal que puede sobrevenirles como resultado de su devoción. Quienes nunca han sido perturbados por pensamientos tan horribles no deben tener hijos o nietos.
Sin embargo, yo los tengo; ocho nietos hasta el momento. ¿Qué voy a decirles si me lo preguntan, una vez que tengan la edad suficiente para elegir su propio camino? Mentiría si les dijera que un judío no tiene ningún otro lugar excepto éste. Mentiría si les dijera que sólo aquí pueden realizarse plenamente. No voy a decirles que ellos deben pagar con su futuro los inmensos sacrificios que hicieron sus antepasados para aferrarse a esta tierra. Ciertamente, yo no voy a decirles que Dios nos ordenó hacer tal cosa.
Hasta hace unos años, podía decir que la sociedad israelí era maravillosa, colorida, alegre, solidaria y optimista. Una buena sociedad que habría de ser aún mucho mejor en el futuro. Les habría dicho que todo depende de nosotros.
Pero ya no puedo decir eso. La soberbia de nuestros líderes, la corrupción y los graves delitos en las más altas esferas de nuestras instituciones gubernamentales y representativas, hicieron imposible para mí el seguir aferrándome a esa noción.
Sigo sin poder superar las náuseas.
Fuente: Yediot Aharonot - 12.4.11
Traducción: www.argentina.co.il