Cuando el aparato religioso gana poder autonómico de gobierno, ya no hay límites para su potencial de radicalización mesiánica. El poder lo alienta a tomar consciencia de la “voluntad divina, pura y original”, al tiempo que afirma la elección que Dios hace de sus representantes.
Una y otra vez, los académicos y los organismos de inteligencia cometen el mismo error. Al parecer, les conviene mantener el anhelo de que, mientras estén en el gobierno, lograrán moderar los movimientos de extremo - en ocasiones, incluso mesiánico - monoteísmo religioso y hacerlos más pragmáticos.Esa era la misma esperanza que se tenía respecto del partido Justicia y Desarrollo en Turquía; de Hamás en la Franja de Gaza; de Hezbolá en el Líbano; de los talibanes, en Afganistán y también con la revolución islámica de Irán. Pero el asumir la responsabilidad por las vidas de millones de personas no modera el extremismo religioso. De hecho, todo lo contrario.
La razón es simple. En el núcleo del monoteísmo, sobre todo en las partes directamente influidas por los movimientos mesiánicos, subyace el deseo de ver realizado el imperio de los cielos en la tierra. El compromiso se permite sólo en razón de consideraciones prácticas. Cuando se abre una brecha entre el deseo y la realidad y el poder resulta insuficiente para conciliarlos, pueden hacerse concesiones en virtud de un deber religioso estrictamente temporal. Ese es el muro de hierro de la realidad. Sólo al toparse con él, es legítima la justificación religiosa para una sujeción temporal a la voluntad divina, tal como se manifiesta en la difícil situación.
Cuando el aparato religioso gana poder autonómico de gobierno, ya no hay límites para su potencial de radicalización mesiánica. El poder alienta a las autoridades a tomar consciencia de la “voluntad divina, pura y original”, al tiempo que afirma la elección que Dios hace de sus representantes y lleva la dialéctica entre "teoría y práctica" a su conclusión.
Esta dialéctica caracteriza a todas las civilizaciones monoteístas. En todas ellas, surge con la distinción entre lo a priori y lo a posteriori. En el mundo de lo a priori, fueron colocados los deseos más extremos. Lo a posteriori es la concesión que se hace a los dictados de la realidad. Lamentablemente, desde la perspectiva monoteísta, eso es el método principal para el compromiso y no simples principios internos.
Así, por ejemplo, la Halajá (ley religiosa judía) prohíbe a priori, el entierro de judíos junto con miembros de otros pueblos. Pero, en momentos en que los judíos carecían de poder, cuando fue necesario, y a posteriori, se violó la prohibición a fin de evitar la posible venganza de los gentiles en el poder, que podrían ofenderse por las costumbres judías. Como resultado, los judíos fueron incluso enterrados junto a agitadores no judíos.
Pero en el Israel contemporáneo, donde aparentemente no hay nadie a quien temer y donde podemos darnos el lujo de una “subvencionada” autonomía, se consideró necesario, por ejemplo, exhumar el cuerpo de un oficial israelí - muerto durante las tareas de rescate de civiles, cerca del Kibutz Kabri, al inicio del la segunda Intifada - y volver a sepultarlo más allá de la valla, simplemente porque su madre no era una judía ortodoxa pura.
Esta es la dinámica propia de la ley religiosa y la práctica que ha existido a lo largo de la historia de todos los movimientos monoteístas y, sobre todo, en aquellos directamente inducidos por el mesianismo. El poder de mando mejora claramente la responsabilidad; responsabilidad de ejecutar las órdenes de Dios más radicales.
Lo mismo sucede en nuestra tierra, ante cada demostración de autonomía religiosa; lo mismo ocurre con la progresiva radicalización en los asentamientos, y esa es la razón del abuso al que somete el ministro de Interior, Eli Yishai, a los no-judíos. El acto mismo de otorgar poder alienta los comportamientos extremistas.
El mismo proceso también es muy frecuente en el caso de arraigadas creencias no religiosas en el mundo monoteísta. Fue válido durante el gobierno del presidente George W. Bush, que, si bien inspirado en fuentes religiosas, logró crear su propia versión secularizada y militarista, y también es válido ahora para el primer ministro Binyamín Netanyahu; aunque su actitud en torno a los asentamientos nunca fue genuinamente emocional, no puede decirse lo mismo de su "guerra contra las élites."
Sea o no ésta la reacción tardía de un chico ambicioso que padeció lo que creyó ser un abuso político de la comunidad académica de "su padre, un brillante erudito," la dedicación con que Netanyahu se entrega al agravio y la deslegitimación de las "elites de izquierda" es una tarea cuasi religiosa.
Cada vez que se acerca a la cima del poder, las acciones se intensifican. Testigo de eso es el apoyo a la rebelión que se centró en torno a él, acompañado de iracundas llamadas a remover al primer ministro Itzjak Rabín "a sangre y fuego", mientras él era el rabioso líder de la oposición y su ensordecedor murmullo: "La izquierda ha olvidado lo que significa ser judío ", durante su primer mandato como primer ministro.
Ahora, una vez más en la cima, el mismo aciago viento sopla por tercera vez en forma de apoyo institucionalizado para el movimiento "Im Tirtzú", de metafóricas exclusiones de opositores más allá de su ideología, de su lucha contra dramaturgos y artistas que se niegan a actuar en los territorios, y de ataques racistas a los cimientos democráticos de Israel a través de la legislación y los poderes del Estado. Ningún “proceso de paz” puede salvar a una nación de tal impulso destructivo y colapso interno.
En este y otros casos, sólo el muro de hierro de una democracia sólida puede impedir la utilización de fuerza extrema. De lo contrario, el poder de mando provocará una conflagración que habrá de consumir no sólo a los cedros del Líbano.
Fuente: Haaretz - 22.9.10
Traducción: www.argentina.co.il