El Estado de Israel no necesita comités de expertos. Lo que requiere es un líder de la talla del presidente Franklin Roosevelt, quien supo levantarse contra su propia clase para brindarle al pueblo estadounidense un nuevo pacto social. Nada menos que eso será suficiente.
Como consecuencia del gran movimiento de protesta que ha tomado forma en Israel recientemente, la opinión pública se entretiene ahora con un sinfín de discusiones en los medios, y con toda una serie de artículos sobre los aspectos económicos de la "justicia social" y las ventajas y desventajas del "socialismo" en comparación con el "capitalismo".
Sin embargo, lo que realmente está operando por detrás de todas las manifestaciones - eso que está haciendo eclosión en el corazón de cientos de miles de ciudadanos, la causa motora que los impulsa a tomar las calles - no es una cuestión económica, sino más bien moral y de valores. La justicia social no es un concepto económico. Es, en su base, normativo.
Una sociedad justa no es aquella en la que todos son iguales, sino una sociedad que funciona de acuerdo a un sistema de valores y normas morales capaces de adaptarse al instintivo sentido de justicia natural propio del individuo. El pueblo de Israel está preparado para soportar cualquier carga económica, siempre y cuando se muestre plenamente persuadido de que su gobierno obra de acuerdo con los principios de la justicia y de los valores morales.
Sin embargo, muy a pesar nuestro, el Estado de Israel se ha convertido, en términos socioeconómicos, en una sociedad carente de valores: una sociedad sin una brújula moral, y, más que nada, una clase de sociedad que ha perdido totalmente su sentido de la vergüenza. En una conversación que tuvimos cierta vez, Golda Meir recordaba que su madre le había enseñado que cuando el Todopoderoso quiere hacer a una persona miserable, lo despoja por completo del sentido de la vergüenza.
El pueblo israelí no aborrece a los ricos, pero odia los caminos innobles que conducen a la riqueza, en particular, aquellos que se recorren a expensas del pueblo, y que implican el uso de tácticas de manipulación y vínculos entre capital y poder político.
Nadie odia a Stef y a Eitan Wertheimer, ni a Eli Horowitz o a Gil Shwed: ellos son personas que, con sus propias manos y por la fuerza de su duro trabajo, han construido empresas ejemplares; ellos representan bien la creatividad israelí, el ingenio y el carácter emprendedor, junto a la inteligencia judía más refinada. Todo el mundo está orgulloso de ellos. Esta clase de gente no se preocupa por rodearse convenientemente de una falange de consultores de relaciones públicas y lobistas. Tampoco dilapidan 5 millones de dólares en bodas, eventos que en sí mismos entrañan una flagrante torpeza moral y una completa carencia de principios. Para no mencionar los actos de corrupción por parte de figuras públicas que se permiten participar entusiasmadamente en esas patéticas, insensibles y obscenamente lujosas celebraciones.
La raíz del mal es el distorsionado e inmoral salario del Estado y su sistema de impuestos. Si un operador de montacargas del puerto de Ashdod, un empleado de la Corporación de Electricidad, un empleado bancario del Banco de Israel, y un abogado de una pequeña y aislada oficina del gobierno pueden ganar 50.000 shékels al mes (más que el Jefe de Estado Mayor de Tzáhal), mientras que un policía y un trabajador social solamente logran llevar a casa 7.000 shékels, y el sueldo de un médico especialista veterano es de 25.000 shékels, entonces, ciertamente hay algo que está podrido en el Estado de Israel. Si un gerente de banco o el director ejecutivo de una empresa pública ganan 200 veces más que un trabajador común, indudablemente algo se ha corrompido en nuestra sociedad.
Si una persona que gana 1 millón de shékels al mes goza de una tasa impositiva más baja (y también en términos de seguro nacional) que el que gana 35.000, y si el impuesto a los réditos extraordinarios con que se gravan las ganancias de unos pocos miles de shékels es igual a la tasa que se aplica a las de miles de millones, pues entonces algo anda realmente mal en este país.
Todos aquellos vacíos legales aprovechados por los ricos capitalistas, cuyo único objetivo es evitar el pago de impuestos reales, podrían enmendarse mediante un solo acto legislativo. Sin embargo, los funcionarios del ministerio de Finanzas prefieren evitar la promulgación de dicha legislación, porque saben que habrá de llegar el día en que ellos puedan también beneficiarse con las mismas maquinaciones.
El Estado de Israel no necesita comités de expertos, ni siquiera aquellos constituidos por personas de indudable seriedad y competencia. Lo que requiere es un líder de la talla del presidente Franklin Roosevelt, quien supo levantarse contra su propia clase para brindarle al pueblo estadounidense un nuevo pacto. Nada menos que eso será suficiente.
Fuente: Haaretz - 23.8.11
Traducción: www.argentina.co.il