Son las mismas lágrimas de hace 363 días, pero éstas de alegría. Están atravesadas por el sufrimiento de un año interminable. De un campeonato tan duro como pequeño para un grande como River.
De un gigante invadido por hormigas voraces que minaron sus cimientos. Que remataron su patrimonio, vaciaron sus arcas y desguazaron sus divisiones inferiores. Que compraron mal y caro y vendieron muchas veces baratas las joyas que surgieron. Que despilfarraron una historia rica en campeonatos; y más que eso: rica en un estilo de juego que lo convirtió en sinónimo del mejor fútbol argentino.
De una hinchada acostumbrada a degustar manjares y que de pronto los trocó por celebrar ingerir una comida precaria y mal elaborada. Se dejó el paladar exquisito y se hizo un culto de la garra y la pierna fuerte.
Donde brillaron Alfredo Pérez, José Manuel Ramos Delgado o Roberto Perfumo se vitoreó a Alexis Ferrero. Donde deslumbraron Sívori, Alonso o Francescoli, se aplaudió a picapiedras. El fervor y el frenesí reemplazaron al juego sutil y atildado.
Cuando el barco se hundió, responsables máximos como Mario Israel y José María Aguilar, sólo dos de una larga lista, estaban disfrutando sus éxitos personales que eran la dimensión simétrica y antagónica del fracaso de River.
La soberbia de Pasarella, su falta de comprensión de la gravedad futbolística, la ausencia de refuerzos necesarios, completaron el menú que concluyó en un hecho tan insólito que concretado hace un año parece una pesadilla de un sueño inexistente.
River en la B era en términos deportivos equivalente a la caída del Muro de Berlín para el socialismo real o las grietas en el Muro de Wall Street para el capitalismo.
Cuando el 26 de junio del 2011 Belgrano hundió a River en su tarde más desgraciada, Matías Jesús Almeyda, un jugador que luchó como un león en un equipo de una notable mediocridad, el capitán que concretó un retorno inimaginable cuando ya había pasado a la categoría de ex jugador, se hizo cargo del equipo para iniciar el ascenso con un conjunto más competitivo que el que escribió su página negra.
Fernando Cavenaghi y Alejandro Dominguez emprendieron el regreso sacrificando importantes ingresos. El equipo raramente jugó bien. Sólo en el inicio de las dos ruedas ganó tres partidos seguidos. La irregularidad fue un signo distintivo. Se pasó en reiteradas oportunidades del optimismo de ascender, al trauma de jugar la promoción.
Y a medida que se acercaba el final del torneo, la presión inmovilizaba piernas y obnubilaba el cerebro. Una pancarta lo expresaba con claridad: «Ascender no es un mérito, es una obligación».
Pero la hinchada siempre estuvo. Apoyando incluso cuando el equipo desalentaba toda euforia y congelaba todo entusiasmo.
Para la segunda rueda se incorporaron dos jugadores con experiencia: Ponzio y Trezeguet. Ambos fueron importantes en un equipo que nunca se consolidó como tal.
Después de 363 noches, el día esperado llegó. Un agradecimiento a Almeyda y Amato, más allá de sus inexperiencias como técnicos, y de los errores que cometieron.
Un abrazo conmovido a los que como Cavenaghi y Dominguez demostraron con hechos en un fútbol profesionalizado hasta la impudicia, que sentían realmente una camiseta gloriosa, sacrificando ingresos. Eso más allá de la caída futbolística de ambos en momentos decisivos.
Un reconocimiento a David Trezeguet y Leonardo Ponzio que decidieron concluir sus carreras en un grande que estaba ocasionalmente en la B. Y a todos los que consiguieron la vuelta, especialmente a los jóvenes que bancaron con comprensibles altibajos una presión inigualable.
Y a esa hinchada, no la barra brava, que en el momento más penoso de nuestra historia, demostró el por qué River es el más grande.
Ahora hay que volver a ser exigentes para que la garra sea sólo un condimento de un fútbol exquisito.
Son las mismas lágrimas de hace 363 días pero distintas. Atravesadas por una banda roja que hace más de seis décadas integra mi piel.
Hace un año escribí bajo el título «Corrigiendo a Eric Hobsbawm»: «A Eric Hobsbawm se lo considera el más importante historiador vivo contemporáneo. Entre sus aseveraciones se encuentra que el siglo XX es un siglo corto. En su opinión, comienza en 1917 cuando los bolcheviques toman el Palacio de Invierno en San Petersburgo y concluye el 9 de noviembre de 1989 cuando cae el Muro de Berlín. En este razonamiento el siglo pasado sólo tuvo 72 años. Desde el extremo sur del continente americano, un grupo de divulgadores históricos de adscripción riverplatense, que no desconocen los notables méritos del historiador que reside en Inglaterra, respetuosamente han decidido corregirlo. Han extendido el siglo XX, cambiando la fecha de su conclusión. Ya no es la implosión del Muro, sino el descenso de River consumado un desdichado día de junio, más precisamente el domingo 26, la real fecha de la finalización del siglo. El siglo se vigoriza y en lugar de los 72 años originarios, detentaría 22 años más, es decir 94».
Hoy doblo la apuesta y sostengo que el 23 de junio del 2012, a las 17 horas, ha comenzado el siglo XXI. Aunque Hobsbawm no se entere.