Una de las falsedades que gracias a una machacona repetición es considerada por distintos sectores de la opinión pública mundial como una verdad incontrovertible, es que Israel es una especie de super-agente de Estados Unidos en Oriente Medio.
La versión conspirativa árabe de esta mentira reiterada va más lejos: Estados Unidos está dominado por poderosas organizaciones judías e israelíes.
Si hay algo que pone en evidencia la total inconsistencia de estas supercherías es el caso Pollard.
Jonathan Pollard es un ciudadano norteamericano que, como oficial de Inteligencia naval, realizó tareas de espionaje para Israel a comienzos de la década de los '80 del siglo pasado. Fue detenido en 1985 y accedió a declararse culpable - lo que debía ahorrar a los Estados Unidos un embarazoso juicio público - a cambio de la reducción de su pena.
La estimación de su esposa y sus abogados era que a lo sumo recibiría siete años de cárcel que es el castigo máximo estipulado para espías de países amigos. Sin embargo, las autoridades judiciales, influidas por las declaraciones del entonces secretario de Defensa, Caspar Weinberger, y por la llamada comunidad de Inteligencia, quebrantaron su promesa y condenaron a Pollard a cadena perpetua recomendando, además, no concederle libertad condicional.
Ya se cumplieron 28 años de su condena y a pesar de todas las gestiones del Gobierno de Israel y de pedidos de influyentes ex funcionarios de la Administración norteamericana, Pollard sigue en prisión.
Si bien Israel negó durante años su vinculación con Pollard, en 1998 el Ejecutivo hebreo reconoció que había actuado como agente suyo. Poco después le concedió la ciudadanía israelí y desde entonces los dirigentes israelíes han solicitado insistentemente su liberación sin obtener resultados.
Según reconoce Lawrence Korb, sub-secretario de Defensa de Estados Unidos durante la presidencia de Reagan, su ex jefe de entonces, Caspar Weinberger, afirmó que los documentos que Pollard entregó a Israel fueron a parar a manos soviéticas. Por ello, a su juicio, el caso de Pollard no era diferente al de espías que vendían información a la Unión Soviética por lo que era culpable de traición.
Sin embargo, el mismo Korb reconoce en un artículo en «Los Angeles Times» del 28 de octubre de 2010 que esta actitud carecía de verdadero fundamento. El director de la CIA entre 1993 y 1995, James Woolsey, luego de estudiar el caso, llegó a la conclusión de que las informaciones pasadas a Israel nunca llegaron a manos soviéticas. Korb agrega que el propio Weinberger en un reportaje de 2004 admitió que retrospectivamente el asunto Pollard era una cuestión menor. Significativamente no lo citó en su libro de memorias.
En el período del presidente Clinton, el tema Pollard fue una y otra vez moneda de canje en las negociaciones tripartitas entre norteamericanos, israelíes y palestinos. Clinton prometió a tres primeros ministros israelíes, Rabín, Peres y Netanyahu, liberar a Pollard, pero al igual que las autoridades judiciales norteamericanas, no cumplió con la palabra empeñada.
Según varias fuentes - incluyendo al ex secretario de Estado Henry Kissinger - lo que determinó la conducta del ex presidente fue la reiterada amenaza del entonces director de la CIA, Georges Tenet, de renunciar en caso de que Pollard fuera liberado.
La esposa y los abogados de Pollard consideran que la tenaz negativa a su liberación se debe a que descubrió que Estados Unidos ocultaba información vital para la seguridad de Israel pese a la existencia de un memorandum de entendimiento de 1983 por el cual Estados Unidos se comprometía a transmitir esta clase de información a los israelíes.
La información no entregada a Israel incluía datos sobre avances de países como Siria, Irak, Irán y Libia para obtener armas químicas, biológicas y nucleares. Asimismo, daba cuenta del desarrollo de cohetes de medio y largo alcance por parte de esos países así como de la planificación de atentados terroristas contra blancos civiles israelíes.
Hoy es evidente que el daño hipotético que Pollard pudo haber causado a Estados Unidos fue insignificante.
Más allá de la violación de los jueces norteamericanos del acuerdo con Pollard, la injusticia de su larga prisión es evidente porque nunca en la historia de Estados Unidos ninguna otra persona recibió una sentencia de cadena perpetua por pasar información clasificada a un país aliado. Por lo demás, en el sitio oficial del Comité por la Liberación de Pollard se citan múltiples casos de espías de diferentes países hostiles que cometieron faltas considerablemente más graves contra la seguridad de Estados Unidos y fueron tratados de manera mucho menos severa.
La dureza con Pollard contrasta con la frivolidad y el tono amable con la que se manejó el descubrimiento de la red de espías rusos en Nueva York en junio de 2010. No cumplieron condena alguna. En menos de un mes fueron canjeados por espías norteamericanos en Rusia, entre ellos el físico nuclear Igor Sulyagin, que había sido condenado a 14 años de prisión.
La estrella de la red de espionaje rusa, Ana Chapman, pronto inició una exitosa carrera en la televisión rusa y la prensa informó estos días de que sería candidata al Parlamento por el partido de Vladimir Putin, «Por Rusia Unida».
Pero sin duda, ahora más que nunca hay muy buenas razones para reclamar con mayor energía que nunca la liberación de Pollard. Actualmente, todo el mundo sabe que Estados Unidos espía a países amigos, es decir, comete el mismo delito que cometió Pollard. Cabe preguntarse con qué derecho moral sigue castigando al espionaje amigo cometido por este ciudadano norteamericano, no menos justificado que el de Estados Unidos en relación a sus países amigos.
Al margen de la gran agenda común que Israel tiene con Estados Unidos, es hora de reclamar por todas las vías posibles, que se ponga fin a este castigo injusto basado en una promesa violada arbitrariamente por varios gobiernos de Estados Unidos.
La liberación de Pollard a esta altura constituye además un interés nacional de Estados Unidos por dos razones evidentes: 1) Su cadena perpetua es un testimonio de flagrante hipocresía, al castigar a otros por lo que el propio Gobierno norteamericano hace. 2) Su caso despierta en sus aliados una muy justificada sospecha de que no es posible confiar en la palabra del Gobierno de Estados Unidos.