Esto de salir corriendo al refugio cada vez que la sirena señala el próximo impacto de algún cohete disparado desde Gaza tiene importantes ventajas. La primera, casi obvia, es salvar la vida: uno tiene 15 segundos desde que escucha la alarma «Color Rojo» hasta que encuentra asilo.
Pero hay otro rédito no menos importante: el Mundial de fútbol del 2022 se jugará en Qatar.
Desilusionado por mis compañeros del Colegio Mitre, que hace medio siglo me designaron arquero - desconfiados de mis eventuales aptitudes mayores en el campo de juego -, me resigné a abandonar los botines y dedicarme a proyectos de menor envergadura deportiva, como la pesca en la Costanera Sur y los torneos colegiales de ajedrez.
Pero ahora, entrenado con esto de los ataques balísticos de Hamás y la Yihad Islámica, vuelvo al balompié y nadie me va detener hasta llegar a Qatar dentro de ocho años.
No es simple este desafío. Como hombre de izquierda, no me resulta muy cómodo ir a jugar a Qatar, que para construir estadios para el Mundial, tuvo que utilizar esclavos que trabajan sin descanso, por centavos.
Cuando leí esa noticia, me dije: que se escapen estos albañiles, que empiecen a correr - como lo hago yo -, pero resulta que los emires les retiraron los documentos y los obreros se quedarán en el lugar hasta finalizar su importante tarea.
Ya estaba preparando las maletas, rumbo a Qatar, cuando me vengo a enterar que mis vecinos de Gaza, que no construyen estadios pero se especializan en túneles para sembrar muerte, secuestro y terror, reciben de Qatar el sustento financiero para su magnífica obra.
No lo pude creer. Si Qatar acaba de firmar acuerdos militares con el Pentágono, ¿cómo es posible que le banquen a Hamás su red subterránea?
Lo primero que se me ocurrió es llamar a los muchachos de las tendencias populares y revolucionarias en América Latina para que organicen una protesta.
«¡Compañeros!», les quise decir, «Qatar, colonia de emires - agentes del imperialismo - financia la Guerra Santa de la Yihad Islámica y Hamás contra Israel».
Pensé contarles, también, a mis camaradas socialistas latinoamericanos, esto de los esclavos que preparan el Mundial del 2022.
Pero, así como mis compañeros estudiantes frustraron mi carrera futbolística hace cinco décadas, también los actuales combatientes por un mundo mejor me desilusionaron esta semana.
«Estamos muy ocupados», me dijeron. «No tenemos tiempo ni paciencia para los judíos; ni los de aquí ni los de allá».
«¿Qué hacen?», traté de entender, pensando que marchaban para detener las masivas y cotidianas masacres en Siria o en Irak.
«Estamos manifestando» frente a la Embajada de Israel en Buenos Aires», me dijeron.
«¿En la calle Arroyo?» indagué.
«No», me contaron, «Ese edificio Irán ya lo demolió hace 22 años; los representantes del 'ente sionista' están ahora en la Avenida de Mayo».
«Mirá», me contestaron, mientras me mandaban la fotito de su aporte a la causa de Qatar.
* Desde el Kibutz Nir Itzjak; frontera con Rafah y Gaza; Israel.