Para que el conflicto israelí-palestino acabe, es necesario que un lado pierda y otro gane. No habrá más un estado sionista o será aceptado por sus vecinos. Éstos son los dos escenarios posibles. Todas las demás opciones son una premisa para que la guerra continúe.
En junio de 2009, Barack Obama opinó sobre la diplomacia israelí-palestina: "Estoy seguro que si este año nos empeñamos, podemos avanzar seriamente", afirmó. El presidente mostró un optimismo conmovedor, pero ingenuo.
De hecho su determinación forma parte de una concepción establecida por políticos que quieren "solucionar" el conflicto árabe-israelí. Sólo durante las dos administraciones de George W. Bush hubieron catorce iniciativas del gobierno estadounidense. ¿Serán diferentes esta vez las cosas? ¿Terminará el conflicto porque Obama intenta ser más astuto?
¡No! Es imposible que este esfuerzo funcione.
Sin mirar los detalles del enfoque de Obama, que de por si son problemáticos, expondré tres puntos al respecto:
1. Las negociaciones israelí-palestinas han fracasado.
2. El fracaso se debe a la ilusión israelí de evitar la guerra.
3. Washington debe animar a Jerusalén a que abandone las negociaciones y vuelva, en lugar de ellas, a su antigua y exitosa política de luchar por la victoria.
Evaluar nuevamente el proceso de paz
Da pena recordar la alegría y las esperanzas que acompañaron la firma de los Acuerdos de Oslo en septiembre de 1993, cuando el primer ministro de Israel, Itzjak Rabín, estrechó la mano del líder palestino, Yasser Arafat en la Casa Blanca. Por algunos años, ese apretón de manos fue el símbolo de la diplomacia brillante, mediante la cual ambas partes lograron lo que más ansiaban: dignidad y autonomía para los palestinos, reconocimiento y seguridad para los israelíes.
El presidente Bill Clinton, anfitrión de la ceremonia, elogió el acuerdo como "una gran oportunidad de la historia". El Secretario de Estado, Warren Christopher, concluyó que "lo imposible está a nuestro alcance". Yasser Arafat llamó la firma un "acontecimiento histórico que inaugura una época nueva". El ministro de Exteriores, Shimón Peres, afirmó que "se puede ver un esquema de paz en Oriente Medio".
La prensa mostró esperanzas semejantes. Anthony Lewis, de New York Times, dijo que el acuerdo es "sensacional" y "construido de manera ingeniosa". La revista Time proclamó a Rabín y Arafat los "hombres del año". Para colmo, Arafat, Rabín y Peres recibieron conjuntamente el Premio Nobel de la Paz en 1994.
En lugar de la mejoría esperada, los acuerdos causaron un enorme deterioro en las condiciones de vida de israelíes y palestinos. Las esperanzas precipitadas se disiparon rápidamente.
Cuando los palestinos vivían bajo control israelí, antes de los Acuerdos de Oslo, conseguían mantener el orden público y disfrutaban de una economía creciente, independiente de la caridad internacional. Escuelas, hospitales y otros servicios públicos funcionaban normalmente; viajaban y tenían acceso libre al territorio israelí; incluso fundaron varias universidades. El terrorismo disminuía a medida que aumentaba la aceptación de Israel. Oslo no les proporcionó a los palestinos paz y prosperidad, sino tiranía, instituciones fracasadas, pobreza, corrupción, culto a la muerte, fábricas de suicidio, y radicalización islámica.
Yasser Arafat prometió que convertiría su nuevo dominio en el Singapur de Oriente Medio. Sin embargo, su control se transformó en una pesadilla de dependencia, inhumanidad y odio, más parecida a Liberia o al Congo.
Mientras tanto, los israelíes veían la desilusión palestina en aumento, causándoles actos de violencia sin precedentes. El Ministerio de Exteriores publicó que cinco años después de los Acuerdos de Oslo, fueron asesinados más israelíes por terroristas palestinos que en quince años antes de los mismos. Si el apretón de manos de Rabín y Arafat representaron las esperanzas del acuerdo, las dos manos sangrientas de un joven palestino acabando de linchar a reservistas israelíes en Ramallah en octubre de 2000, simbolizaron su terrible final.
Además, Oslo causó enormes daños a la reputación internacional de Israel, permitiendo que interrogantes sobre su existencia como Estado judío soberano se volvieran a discutir, sobre todo en marcos de izquierda, y que se crearan perversiones éticas como lo fue la Conferencia Mundial de la ONU contra el racismo en Durban. Para Israel, los siete años de la diplomacia de Oslo, deshicieron en gran medida cuarenta y cinco años de éxitos en la guerra.
Palestinos e israelíes casi nunca están de acuerdo. No obstante, casi todos aceptan que la visión de Oslo fracasó. Lo que es conocido como "proceso de paz", debe llamarse en realidad "el proceso de la guerra".
La falsa esperanza de acabar una guerra
¿Por qué empeoró la situación? ¿Cuáles fueron los problemas en un acuerdo tan prometedor?
De los múltiples errores, el mayor de ellos fue el que un militar experto como Itzjak Rabín no comprendiera cómo se debe finalizar una guerra. En uno de sus discursos dijo: "No se hace la paz con los amigos; la paz se firma con el enemigo". El primer ministro esperaba que el conflicto acabase por buena voluntad, conciliación, mediación, flexibilidad, generosidad y compromiso, junto con las firmas en los documentos oficiales. Así, su gobierno y los de sus tres sucesores - Peres, Netanyahu y Barak - iniciaron una serie de concesiones, esperando que los palestinos hicieran también las suyas.
No fue así. De hecho, las concesiones israelíes aumentaron la hostilidad palestina. Éstos interpretaron los esfuerzos de "conseguir la paz" como señales de la desmoralización y debilidad. Las dolorosas concesiones redujeron el temor de los palestinos; hicieron que el Estado judío pareciera vulnerable, y les incitaron a sueños irredentistas de aniquilación.
Cada gesto israelí estipulado en los acuerdos de Oslo, radicalizó y movilizó más a la dirigencia política palestina hacia la violencia. La esperanza silenciosa de 1993 de eliminar a Israel cobró fuerza, convirtiéndose en el 2000 en una demanda ensordecedora. El discurso demonizador y las acciones violentas se dispararon. Los sondeos y los votos en los últimos años muestran que sólo un 20% de los palestinos acepta la existencia de un Estado judío.
El error de Rabin fue simple y profundo a la vez: no se puede "hacer la paz con un enemigo", como imaginó, sino que se firma la paz con un ex-enemigo. La paz requiere casi siempre que un lado en un conflicto sea derrotado y renuncie a sus objetivos.
Las guerras no finalizan por buena voluntad, sino a causa de una victoria. "¡Sea el gran objetivo (en la guerra) la victoria!", afirmó Sun Tzu, antiguo estratega chino. "La guerra es un acto de violencia para hacer que el enemigo cumpla con nuestra voluntad", escribió su sucesor prusiano del siglo XIX, Karl von Clausewitz. Douglas MacArthur observó que en "la guerra, nada puede sustituir a la victoria".
Los adelantos técnicos no han cambiado esta verdad. La lucha continúa o puede reanudarse potencialmente mientras ambas partes esperen lograr sus objetivos bélicos. La victoria consiste en obligar al enemigo a renunciar a sus objetivos. Las guerras acaban normalmente cuando un lado pierde la esperanza, cuando su voluntad de luchar se ha aplastado.
Posiblemente se pueda pensar que la derrota se deba a enormes pérdidas en campos de batalla, como fue el caso del nazismo en 1945. Pero eso se dio muy raramente en los últimos 60 años. Las pérdidas de los países árabes frente a Israel entre 1948 y 1982, de Corea del Norte en 1953, de Saddam Hussein en 1991, y de los sunitas iraquíes en 2003 no se convirtieron en desesperanza y rendición. Hoy en día, la moral y la voluntad son factores mucho más importantes. Aunque los franceses tenían ejércitos más grandes y mejores armamentos que sus enemigos, abandonaron Argelia, los americanos salieron de Vietnam y los soviéticos de Afganistán. Por otro lado, la Guerra Fría acabó casi sin muertos. Aplastar la voluntad de lucha del enemigo no significa, necesariamente, destruirlo.
Desde 1948, árabes e israelíes persiguen objetivos estáticos y antagónicos: los árabes luchan para eliminar a Israel, los israelíes para ganar la aceptación de sus vecinos. Algunos detalles han cambiado a lo largo de las últimas décadas con ideologías, estrategias o actores principales, pero los dos objetivos no han variado. Para que el conflicto acabe, es necesario que un lado pierda y otro gane. No habrá más un estado sionista o será aceptado por sus vecinos. Éstos son los dos únicos escenarios posibles. Todas las demás situaciones son inestables y una premisa para que la guerra continúe.
Los árabes han seguido sus objetivos con planificación, paciencia y determinación; las excepciones a esta situación - los acuerdos de paz con Egipto y Jordania - son operacionalmente insignificantes porque no han reducido la hostilidad a la existencia de Israel. Para responder, los israelíes mantuvieron una gran visión estratégica y brillantez táctica entre 1948 y 1993. Sin embargo, con el correr del tiempo, Israel se convirtió en un país rico, su población se tornó impaciente debido a la humillante, lenta, aburrida, amarga y cara tarea de convencer a los árabes a que acepten su existencia política. Ahora, pocos en Israel tienen todavía la victoria por objetivo; casi ningún dirigente central insta a obtener una victoria en la guerra.
La difícil tarea de ganar
En lugar de obtener una victoria definitiva, los israelíes han desarrollado un abanico imaginario de soluciones para gestionar el conflicto:
* Paz por tierra: Itzjak Rabín y el proceso de Oslo.
* Desarrollo de la economía palestina: Shimón Peres y el proceso de Oslo.
* Unilateralismo: construcción del muro de seguridad, retirarada de Gaza: Ariel Sharón, Ehud Olmert y el partido Kadima.
* Arrendar la tierra de los asentamientos israelíes en Cisjordania por 99 años: Amir Peretz y el Partido Laborista.
* Incentivar a los palestinos a desarrollar un gobierno democrático: Natán Sharansky y George W. Bush.
* Retirarada de territorios: la izquierda israelí.
* Quitar la ciudadanía a árabes-israelíes desleales: Avigdor Liberman.
* Acentuar que Jordania es el Estado palestino: elementos de la derecha israelí.
* Expulsar a palestinos de territorios controlados por Israel: Meir Kahane.
Todas estas soluciones, contradictorias en espíritu y mutuamente exclusivas, esperan terminar la guerra, no ganarla. Ninguna propone la necesidad de aplastar la voluntad palestina de seguir luchando. Asi como fracasaron las negociaciones de Oslo, estoy seguro que todos los planes israelíes que intenten evitar la difícil tarea de ganar la guerra también fracasarán.
Desde 1993, los árabes exigen una victoria mientras que los israelíes exigen un compromiso. En este estado de ánimo, los israelíes han anunciado abiertamente que están cansados de la guerra. Poco antes de asumir como primer ministro, Ehud Olmert dijo a sus compatriotas: "Estamos cansados de luchar, estamos cansados de ser valientes, estamos cansados de ganar, estamos cansados de vencer a nuestros enemigos". Ya siendo jefe del Ejecutivo, Olmert anunció: "Se logra la paz mediante concesiones. Todos lo sabemos". Estas declaraciones derrotistas hicieron que Yoram Hazony, presidente del Centro Shalem en Jerusalén, caracterizara a los israelíes como "un pueblo agotado, confundido y sin rumbo".
Pero si no se gana, se pierde. Para su supervivencia, los israelíes tienen que volver eventualmente a su política de establecer que Israel es una nación fuerte y permanente. Eso se logra mediante la política disuasoria, la tediosa tarea de convencer a los palestinos, a los países árabes y al mundo musulmán, que el Estado judío perdurará y que la idea de eliminarlo está condenada al fracaso.
Ésto no será fácil ni rápido. Debido a los errores durante los años de Oslo y después - especialmente la retirada unilateral de Gaza en 2005 y la Segunda Guerra en Líbano en 2006 -, los palestinos piensan que Israel tiene una economía y un ejército fuerte pero es débil moral y políticamente. Como dice el líder de Hezbolá, Hassan Nasrallah, "Israel es más débil que una telaraña". Tales definiciones despreciativas necesiten probablemente décadas de duro trabajo para modificarlas. No será tampoco una grata experiencia: la derrota en la guerra significa que aquéllos que pierden sufren privación, fracaso y desesperanza.
Sin embargo, Israel tiene de una gran ventaja: debe disuadir sólo a los palestinos, no a todas las poblaciones árabes y musulmanas. Los marroquíes, los iraníes, los sauditas y los demás entienden las señales palestinas y con el tiempo siguen su ejemplo. El enemigo principal de Israel, cuyas ideas de exterminio se requieren aplastar, es aproximadamente de un tamaño demográfico igual a él.
El proceso puede verse fácilmente así: toda acción que conduzca a que los palestinos piensen que pueden eliminar a Israel, es negativa; aquéllas que lleven a renunciar a dicho objetivo, son positivas.
Se podrá reconocer la derrota de los palestinos cuando, a lo largo de un período prolongado y con consistencia total, éstos demuestren que aceptan la existencia de Israel. Eso no significa amar a Sión, sino aceptarlo de manera permanente; cambiar totalmente el sistema educacional para acabar con la demonización de los judíos y de Israel en las escuelas, enseñar sobre los verdaderos vínculos judíos con Jerusalén y mantener normalmente relaciones sociales, comerciales y culturales con los israelíes.
Cualquier gestión palestina de reclamo es aceptable, menos la violencia. La tranquilidad reinate deberá ser consistente y duradera. Se podrá entender de manera simbólica que los palestinos aceptan a Israel, y que la guerra ha finalizado, cuando los judíos que viven en Hebrón tengan la misma seguridad que los árabes que residen en Nazaret.
La política norteamericana
Como todos aquéllos que quieran involucrarse directamente en el conflicto, EE.UU tiene que elegir entre aceptar el objetivo palestino de eliminar a Israel o apoyar el derecho de Israel de conseguir la aceptación de sus vecinos.
Sólo proclamar dicha elección, muestra claramente que no existe tal cosa; la primera opción es bárbara, la segunda civilizada. Ninguna persona decente puede inclinarse a favor del objetivo palestino de eliminar a un Estado. Emulando a todos los presidentes norteamericanos desde Harry Truman, y cumpliendo todas las resoluciones del Congreso, la Administración de Obama debe apoyar a Israel en su campaña para conseguir la aceptación.
Ésto no es sólo una elección moral; la victoria de Israel sería también, irónicamente, lo mejor que les puede pasar a los palestinos en su existencia. Obligarlos a abandonar su sueño irredentista los liberará para enfocarse en su política, economía, sociedad y cultura. Los palestinos necesitan sufrir la derrota definitiva para convertirse en ciudadanos normales, cuyos padres dejen de celebrar que sus hijos aspiren llegar a ser terroristas suicidas. Es necesario que la manía del rechazo sionista se derrumbe; no hay otras formulas mágicas.
Este análisis implica un enfoque radicalmente diferente del actual del gobierno americano. Es negativo alertar a los palestinos de que recibirán beneficios sólo después de que acepten a Israel. Nada de diplomacia, ninguna discusión sobre un Estado propio, ningún tipo de reconocimiento y, ciertamente, ningún tipo de ayuda financiera u otra.
Lo positivo es que la administración estadounidense trabaje con Israel, los estados árabes, y otros para hacer que los palestinos acepten la existencia de Israel, convencerlos, hacerles saber que han perdido. Eso significa insistir en que el gobierno israelí no sólo necesite defenderse, sino también tomar medidas para mostrarles a los palestinos lo desesperado de su causa. Ello no implica necesariamente llevar a cabo acciones bélicas continuas, sino un esfuerzo sostenido y sistemático para acabar con la violencia.
La victoria israelí ayudará también a EE.UU, porque algunos de sus enemigos son comunes: Hamás, Hezbolá, Siria e Irán. Washington debe animar al gobierno de Jerusalén a no intercambiar prisioneros con organizaciones terroristas, no permitir que Hezbolá se rearme en el sur de Líbano, no admitir que Al Fatah o Hamás vuelvan a armarse en Gaza y no se retirarse unilateralmente de Cisjordania. Dicha acción dejaría la región en manos de organizaciones terroristas como Hamás y amenazaría al reino hachemita de Jordania.
La diplomacia que intenta ponerle fin al conflicto árabe-israelí es prematura hasta que los palestinos renuncien a su anti sionismo. Cuando ese momento llegue, las negociaciones podrán reanudarse y discutir los temas centrales de Oslo: fronteras, recursos, armamentos, lugares santos, derechos de residencia, etc.
Eso demorará años o décadas. Mientras tanto, Israel tiene la obligación de ganar.
Fuente: danielpipes.org - 14.11.09