Este martes Israel celebra su 65º cumpleaños y el país se llenará, como siempre, de festejos y alegría.
Recientemente, en un informe que analizó diferentes parámetros de vida en los países miembros de la OCDE, quedó claro que Israel es uno de los que mejor lugar ocupa en cuanto a la felicidad de su gente. Y, evidentemente, no se refería solamente a los días de celebración nacional .
La primera reacción casi inevitable es de asombro: ¿qué tienen para estar tan contentos?
Desde Irán los califican de «microbios» y «cáncer» y prometen destruirlos. En su frontera norte Hezbolá tiene 65.000 misiles que, cuando decida, disparará hacia Tel Aviv. En Siria el arsenal químico podría caer en manos de Al Qaeda que ya está operando entre los rebeldes. En Gaza no ha desaparecido ni el régimen de Hamás, que allí gobierna, ni el arsenal de cohetes que suele ser utilizado contra el sur de Israel. Y en Cisjordania el presidente palestino, Mahmud Abbás, aún no decide retomar negociaciones de paz.
Esto, claro, sumado a la carestía de la vida, a los altos precios de vivienda, al reciente anuncio de varias medidas económicas que serán aplicadas en el marco del nuevo presupuesto - aumento del IVA y recortes en varios ministerios que incidirán en el gasto diario del israelí promedio - y a lo gritones y discutidores que son los israelíes.
Entonces... ¿cómo es que ocupan un lugar tan alto en la felicidad de su población?
La profesora Zehava Salomón de la Universidad de Tel Aviv ha realizado una investigación sociológica del tema, llegando a la conclusión que es precisamente lo que llama «cultura de conflicto» lo que ha hecho que los israelíes sean conscientes de su potencial destrucción y que tengan una actitud ante la vida que les permite disfrutar a fondo cada experiencia. Nadie se levanta diciendo «hoy será estupendo si sale el sol y me doy un buen paseo ya que siempre existe el riesgo de que me muera», pero, al parecer, la sensación de amenaza latente siempre está de fondo.
Eso no sólo hace posible que la gente aprecie las grandes y pequeñas cosas de la vida sino también que empuje con fuerza hacia adelante para que esa vida sea lo más fructífera posible.
Y aquí surge esto, por cierto, de lo que ya se conoce hoy como «Israel, the start-up nation», un país que se ha convertido en una constante serie de iniciativas emprendedoras a distintos niveles; un país del que se dice está superando al «Silicon Valley», con altísimos logros en high-tech e investigación científica que no parece lógico para una nación de 8 millones de habitantes, con fronteras hostiles y casi nulos recursos naturales - hasta el reciente descubrimiento de impresionantes reservas de gas natural que acaba de empezar a ser aprovechado.
Las desventajas en Israel han servido de motor. Quizás pues, la forma correcta de plantearlas sea que Israel es como es, con todos sus problemas, tanto a pesar de sus dificultades como precisamente debido a ellas.
Pero todo esto no quita también mirar hacia atrás. Es por eso que ahora, como todos los años, inmediatamente antes de celebrar su aniversario de independencia, Israel conmemora el Día del Recuerdo a sus caídos.
Recuerda los 23.085 caídos en servicio por la seguridad del Estado, computándose ya desde 1860, con los primeros muertos en disturbios y ataques contra la población judía, habiendo sido el grueso por cierto en las guerras libradas por la independencia y desde la fundación del Estado. A fin de comprender el significado del número, ayuda el cálculo del promedio, simplemente a modo de ejemplo: un muerto cada tres días.
Pero lo central es tener presente que precisamente por las amenazas que penden sobre Israel, dado que hay servicio militar obligatorio, los soldados que van al Ejército al cumplir 18 años son vistos como «nuestros hijos», los de todos…lo cual mucho explica sobre la angustia y empatía con la que se acompaña a las más de 17.000 familias dolientes que viven hoy en el país.
Son días solemnes los del recuerdo. Hablan los padres de jóvenes soldados. La radio pasa canciones con letras halladas en las mochilas de los caídos después de su muerte, que vuelven a cobrar vida en boca de famosos artistas. Sus fotos llenan las pantallas y los diarios y la historia de cada familia de luto envuelve al país.
Lo común a todos, es que se fueron antes de tiempo. Que quedarán por siempre jóvenes y que sólo los que los lloran envejecerán, recordándolos a ellos tal cual eran cuando murieron. «Es terrible que no estén», suelen decir sus padres y hermanos. «Pero no menos terrible es pensar en todo lo que ya nunca podrán hacer: en los hijos que no tuvieron, en los estudios que no alcanzaron a cursar, en la vida que ya no pudieron vivir».
Y cada historia con su rostro y sus nombres. Como el de la mujer que se despidió de su flamante esposo cuando sonaron las sirenas en aquel 6 de octubre de 1973, en el día más sagrado del calendario judío - Yom Kipur, el Día del Perdón - al comenzar el sorpresivo ataque conjunto de Egipto y Siria - y que recién después se enteró que estaba embarazada y cuya hija jamás conoció a su padre que murió en el campo de batalla.
Y tantas situaciones similares más.
En recuerdo de todos ellos, suena una sirena de dos minutos en todo Israel, que detiene el paso de la gente, por la cual frenan los coches y todo ciudadano se para firme, de pie, en señal de respeto. Así, al mismo tiempo, a lo largo y ancho del país.
Y se recuerda a los 2.493 civiles asesinados en atentados terroristas desde la creación del Estado. Un promedio de un muerto cada diez días; en autobuses destrozados por terroristas suicidas; en cafés, restaurantes y discotecas; en una cena pascual; a la salida de un casamiento; en infiltraciones a casas particulares; «copamientos» en los que la intención no era robar sino matar a cuanto israelí encuentren en el camino.
O la de la de la familia Fogel del asentamiento Itamar, que en marzo del año pasado fue escenario de uno de los peores atentados de los últimos tiempos, cuando dos terroristas entraron a su casa un sábado de noche, mataron a Udi y Ruti, los padres, de 36 y 35 años respectivamente, y a tres de sus hijos, de 11 y 4 años y de tan solo tres meses. A los otros dos pequeños no los vieron. La mayor, de 11, encontró a sus padres y hermanos en charcos de sangre, acuchillados en sus camas.
Días atrás entrevistamos a Haim, el padre de Udi, un hombre grande que aún sonríe pero que habla de su hijo, nuera y nietos que ya no están, con la voz entrecortada y secándose las lágrimas.
Y tantos más de diferentes sectores de la sociedad israelí; todos con un común denominador: se fueron antes de tiempo y sus familias los recordarán no sólo lamentando que no están sino también llorando por todo lo que no alcanzaron a hacer.
Y un aspecto saliente de las ceremonias recordatorias, de los discursos de las autoridades y de las palabras tristes de los familiares que perdieron a sus hijos, es que no sentimos la expresión de odio. En las alocuciones oficiales hay sí aclaración al «enemigo», de que siempre encontrará a Israel preparado para defenderse, de que no bajará la guardia, de que está alerta. Pero no se habla con odio al vecino. No se le ofrece por cierto la otra mejilla, pero junto al mensaje de firmeza ante las próximas amenazas, no se da lugar al odio.
Y quizás, con cierta ingenuidad, seguimos pensando en todo lo que ganarían los vecinos de Israel si no vieran en su existencia en la región una amenaza sino una oportunidad.