En un tiempo no muy lejano Israel contaba con líderes menos ególatras y millonarios pero con suficiente visión para entender que devolver soldados prisioneros a sus hogares o no expulsar niños de su territorio, no pone en peligro la seguridad del Estado sino que la fortalece.
Cada año, durante la conmemoración del Día del Holocausto, algún canal de TV israelí vuelve a proyectar la película "El viaje de los malditos". El filme narra la historia del St. Louis, un transatlántico de lujo que transporta refugiados judíos alemanes huyendo del régimen nazi para intentar refugiarse en Cuba. Cuando llegan, las autoridades locales les niegan la entrada, y con el resto del mundo mirando para otro lado, les obligan a volver a Alemania y a su fatal destino.
No siempre los judíos que huían de las crisis económicas, el antisemitismo o los pogroms de Europa sufrieron ese trágico desenlace. Países de América, África y Oceanía supieron abrir sus puertas a corrientes inmigratorias desprovistas generalmente de papeles en regla o visas legales de trabajo. Sin embargo, a pesar de las enormes dificultades iniciales, la absorción, el desarrollo y la prosperidad de las comunidades judías en dichos lugares es considerada un éxito.
Esta semana, el gobierno israelí decidió expulsar en el plazo de un mes a 400 hijos de trabajadores extranjeros irregulares junto a sus padres. El primer ministro, Binyamín Netanyahu, dijo que la resolución del ejecutivo se basa en el respeto de principios humanitarios (sic) y en la necesidad de no crear incentivos para la afluencia de miles de trabajadores extranjeros a Israel. Los ministros Binyamín Ben Eliezer (Avodá) y Yossi Peled (miembro del Likud y niño sobreviviente del Holocausto), manifestaron durante el debate que les cuesta creer que el Estado judío expulse niños de su territorio.
Hasta hace pocos años atrás, Israel, no tan rico y poderoso como hoy, solía accionar de otra manera. La primera decisión que tomó Menajem Beiguin el 20 de Julio de 1977, inmediatamente luego de ser nombrado primer ministro por el Parlamento, fue recibir decenas de familias escapadas de la guerra en Vietnam que navegaban a la deriva en barcos semidestruidos ante la indiferencia del mundo. Beguin recordó en su discurso de asunción el silencio y la apatía de la comunidad internacional durante y después de la Shoá.
En este caso se trata de 400 niños y adolescentes que nacieron en Israel, hablan, leen y escriben hebreo mejor que cualquier diputado del partido de Liberman, tienen nombres israelíes, muchos de ellos aspiran a integrarse al ejército y se consideran plenamente adaptados a la sociedad. Para convencerse, alcanza escucharlos.
Para colmo, quien dirige e incentiva este dictamen es el Ministro de Interior, Eli Yshai, miembro del partido ultraortodoxo Shás, que no acepta la ideología sionista del Estado, pero que sabe aprovechar su papel decisivo para mantener gobiernos estables y exigir subsidios para sus alumnos que nunca se alistarán al ejército o formarán parte del mercado laboral. Para Yshai, esos 400 niños dañan la identidad judía del Estado, constituyen una amenaza demográfica e incrementan el peligro de la asimilación.
Dejando por un momento a un lado a Hamás, Hezbolá, Al Qaeda o al proyecto nuclear de Irán, algo muy grave está sucediendo en este Israel gordo y satisfecho donde sus líderes principales viven en residencias valoradas en millones de dólares, sumergidos en sus jacuzzis y rodeados de muros o de agentes de seguridad que les impiden el contacto con la ciudadanía y los apartan de la realidad y de la sensibilidad hacia el prójimo. No es sólo por problemas de seguridad que Guilad Shalit no esté ahora junto a sus padres o que "400 niños malditos atenten contra la autenticidad de Israel como único Estado del pueblo judío".
En un tiempo no muy lejano Israel contaba con líderes menos ególatras y millonarios pero con suficiente visión para entender que devolver soldados prisioneros a sus hogares o no expulsar niños de su territorio, no pone en peligro la seguridad del Estado sino que la fortalece.