Desde el 11 de junio de 1967 hasta esta semana, en Israel vivimos en dos Estados: uno dentro de la Línea Verde, democrático, multipartidista y cuyos ciudadanos gozan de derechos civiles; y junto a él, los territorios bajo gobierno militar, donde sucede exactamente lo contrario.
Al principio, esto parecía ser sólo una situación temporal que habría de durar hasta el momento en que se formalizara algún tipo de acuerdo. Fue principalmente por ello que la contradicción interna entre estas dos formas de autoridad ejercidas por los diferentes Gobiernos del Estado hebreo no podían ser comprendidas en profundidad.
Por si fuera poco, la primera Intifada palestina a finales de 1987, y los Acuerdos de Oslo de reconocimiento mutuo entre Israel y la OLP, en septiembre de 1993, sólo contribuyeron a profundizar más la idea de que la situación era provisoria.
Sin embargo, una realidad que persiste desde hace ya décadas debe tener su propia lógica interna. A esto se añade el constante aumento de la población judía en los asentamientos - actualmente, más de 300.000 - que viven en Cisjordania en virtud del derecho civil israelí y no bajo gobierno militar.
Por lo tanto, se generó una particular coyuntura que comprende dos poblaciones que viven en el mismo territorio, bajo dos sistemas jurídicos, con la afiliación nacional como factor decisivo. No es exactamente igual al apartheid sudafricano, pero, ciertamente, tampoco se puede hablar aquí de igualdad ante la ley.
Durante mucho tiempo, este parecía ser un escenario tolerable para la mayoría de los israelíes, incluidos aquellos que apoyan una retirada de Cisjordania. «No es exactamente lo que quisiéramos ver», decían, «Pero como solución provisoria, tampoco es la peor opción». Actualmente, lo ilusorio de tal pensamiento va haciéndose cada vez más evidente, porque la idea de anexionar territorios conquistados militarmente de forma unilateral ya está representada oficialmente en el Gobierno nacional hasta tal punto que la solución de dos Estados para dos pueblos, admitida por la gran mayoría de Israel, los países árabes y la comunidad internacional, no fue incluida en los acuerdos de la nueva coalición de Netanyahu.
Pero eso no es todo. Existen más efectos secundarios. Muchos de los que durante el servicio militar acostumbraban a tratar a los palestinos con el trato habitual de un Ejército de ocupación sobre los territorios a su cargo, comenzaron a relacionarse - si no en la práctica, al menos mentalmente - a los árabes israelíes de la misma manera. La tolerancia mostrada por las autoridades en relación con la violencia de algunos habitantes de los asentamientos en contra de los palestinos logró dar forma a una visión de mundo aceptable para muchos también con respecto a los árabes israelíes. La violencia de grupos como Tag Mejir, el hecho de que ninguno de sus miembros haya sido detenido y que el Gobierno de Netanyahu no aceptara declararlo «organización terrorista», es apenas un ejemplo.
La Línea Verde se diluyó de tal manera que las normas que existen en la realidad de los territorios conquistados militarmente se volvieron cada vez más aceptables dentro de Israel propiamente dicho. También iniciativas legislativas de carácter racista, así como despreciables declaraciones por parte de varios rabinos, alcaldes y otros funcionarios estatales están alimentadas por el clima que creó el régimen militar de Israel sobre los territorios.
Tenía razón Robert Kennedy al decir que quien reprime a otro pueblo, a la larga termina perdiendo su propia libertad. No es algo que suceda de la noche a la mañana, sino gradualmente, poco a poco.
Probablemente, los seguidores del ministro israelí Naftali Bennett, líder del partido ultranacionalista religioso Habait Haiehudí (Hogar Judío), que apoya abiertamente la anexión de Cisjordania, no comprenden lo que significa gobernar a otro pueblo para el futuro de Israel. Sin embargo, Netanyahu, que desde su discurso en la Universidad de Bar Ilán, pasando por los pronunciados en la ONU, en el Congreso de EE.UU, ante el lobby judío AIPAC en Washington y en el mismo Parlamento israelí, entre muchos otros, debería ser consciente de las consecuencias y oponérseles abiertamente.
Pero para Bibi, según parece, los desafíos que enfrenta Israel se perciben exclusivamente en estrictos términos de seguridad, equilibrio armamentístico, poder de fuego, capacidad de disuasión y acumulación de territorios. Nunca pronunció una palabra que pudiera sugerir que realmente entiende que el problema no es el controlar territorios, sino el acto de gobernar a personas en contra de su voluntad.
No en nombre de la libertad de los palestinos es que Netanyahu deba hacer todo lo posible para reducir y minimizar nuestro dominio sobre otro pueblo, sino por el bien de nuestra propia libertad.