El relato cuenta que el judío errante fue condenado a recorrer interminablemente el mundo, sin descanso, cargando una culpa tan pesada que nada ni nadie lo liberaría de ella, hasta una nueva venida de Jesús, a quien supuestamente negó un momento de descanso en la puerta de su taller cuando éste cargaba la cruz por la Vía Dolorosa de Jerusalén. El judío errante es, por supuesto, una figura legendaria, una construcción literaria de la Edad Media y también una justificación. Pero su aparición fue reportada muchas veces, en distintos países y en distintas épocas, porque se dice de él que no muere sino que al llegar a la ancianidad vuelve una y otra vez a la juventud, para seguir arrastrando su castigo. Siempre de paso hacia otro lado. Siempre culpable y sospechoso. Es decir, convertido para siempre en metáfora de un antisemitismo que, cómo él, atraviesa los tiempos y las geografías.
Las leyendas como esta arrastran una carga simbólica muy fuerte, capaz de perdurar y adquirir nuevos sentidos frente a realidades cambiantes. Nos dice, entre otras cosas, que el judío errante es el otro, el ajeno, el que no pertenece ni pertenecerá nunca, porque un día se irá o será empujado a irse, según el caso. Y ese simbolismo se renueva una y otra vez, como el personaje del mito. Cobra nueva vida cuando un religioso ortodoxo es atacado en una calle del barrio de Flores, al grito de "hay que quemar judíos", y cuando comprobamos, como ocurrió esta semana a partir del estudio "Actitudes hacia los judíos en la Argentina", del Instituto de Investigaciones Gino Germani de la UBA, que en nuestra sociedad persisten fuertes prejuicios antijudíos, imágenes sociales que estigmatizan al conjunto, lo discriminan, lo empujan a una vaga otredad y, en sentido figurado, a permanecer errante, con su injusta condena a cuestas.