Aún no se sabe a ciencia cierta si la primavera árabe será o no el preludio de unas democracias creíbles en el mundo árabe. Pero, aunque la calma todavía no se ha asentado tras meses de agitación en Túnez, El Cairo y otras ciudades, las revueltas árabes ya han tenido un impacto masivo en la estructura estratégica de Oriente Próximo.
Hasta hace poco, la región estaba dividida en dos campos: una alineación árabe incoherente y debilitada, y un Eje de Resistencia, integrado por Irán, Siria, Hamás y Hezbolá, contra los designios norteamericanos e israelíes para la región. Impulsada por una estrategia de "cero problemas" con sus vecinos, la búsqueda de Turquía de un rol preponderante en la política de Oriente Próximo la acercó a Siria e Irán.
La primavera árabe expuso los cimientos frágiles sobre los que se construyó el Eje de Resistencia, y lo empujó al borde del colapso. El primero en abrirse fue Hamás. Temeroso de las consecuencias de la desaparición de sus patrocinadores en Damasco, Hamás tácticamente se retiró del Eje y permitió que Egipto lo liderara hacia una reconciliación con la prooccidental Autoridad Palestina, aceptando términos que había rechazado bajo el régimen depuesto de Hosni Mubarak en Egipto.
Turquía está genuinamente interesada en una solución de dos Estados para la disputa palestino-israelí y en un sistema regional de paz y seguridad, mientras que Irán y Hezbolá están empeñados en hacer descarrilar a ambos para negarle a Israel el tipo de paz con el mundo árabe que terminaría aislando a Irán.