70 kilómetros separan Tel Aviv de Jerusalén, capital administrativa y religiosa de Israel, y objeto de disputa entre árabes, judíos y cristianos por los siglos de los siglos. La autopista 1 deja atrás los campos de naranjos y cultivos de las afueras de Tel Aviv para adentrarse entre las colinas cubiertas de pinos y olivos que rodean Jerusalén. El tráfico es denso y pasamos tramos de curvas. Nos pitan en diversas ocasiones. Saritr, la madre de mi amiga Shani, conduce peor que la mía.
Su Mercedes Benz negro con asientos de piel sigue siendo la única berlina de lujo que he visto en todo el viaje, a parte de algún Audi. “Este coche cuesta casi igual que un apartamento”, me explica Saritr soltando una mano del volante. Su pie derecho acelera y desacelera sin sentido. Me mareo. Los coches automáticos deberían estar prohibidos a toda mujer con aspecto de pijaloca de más de 50 años. Saritr me explica que los israelís no compran berlinas alemanas porque porque los impuestos de aduanas hacen que sus precios sean prohibitivos.
Para acceder al casco antiguo de Jerusalén hemos estado un buen rato metidas en un atasco. Por la ventanilla confirmo que la mayor parte de sus habitantes son religiosos: hombres con quipa, ortodoxos corpulentos con la frente sudada y los tirabuzones despeinados, mamás con peluca y medias tupidas arrastrando de la mano a sus hijos… Las aceras suben y bajan, pero los colores de la ciudad no varían.
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