Es difícil resistir a los instintos y no llamar payaso al Gaddafi, que habla largas horas por televisión para convertirse en una parodia de si mismo.
El drama es que no le podemos llamar payaso porque sus "hazañas" no son ninguna broma. Se trata de un verdadero monstruo.
Estamos ante un dictador capaz de bombardear a miles de inocentes y de llevar décadas aplastando la vida de sus opositores. Y como en el caso de Mubarak, el problema no es sólo él sino también Occidente.
Las apariciones de Gaddafi provocan vergüenza ajena pero también hacen enojar. ¿Cómo pudieron las potencias occidentales, en nombre de la estabilidad, mantener a este dépota en el poder durante años?
La respuesta no puede formularse desde la ingenuidad pero tampoco cabe excederse en el cinismo. Las relaciones internacionales todavía son deudoras de dos viejos arquetipos: la descolonización y la guerra fría.
La historia se detuvo en el momento en que muchos países occidentales prefirieron dar su apoyo a determinados dictadores en el momento de la independencia antes que perder sus viejas áreas de influencia.
Sólo la lógica de la guerra fría recompuso en parte ese mapa cuando estos verdaderos monstruos consiguieron apoyos impensables a cambio de saltar entre el bloque soviético y el norteamericano.
Ni la caída del Muro de Berlín ni la globalización del comercio implicaron un nuevo ejemplo en ese marco de relaciones. De manera que al finalizar la primera década del siglo XXI nadie sabría decir exactamente por qué viejas razones Obama daba su apoyo a Mubarak y Berlusconi a Gaddafi.
En ese caos, han aparecido tas nuevas revoluciones que no sabemos muy bien de dónde vienen ni adónde van. Se mueven entre la indignación moral y un cierto anarquismo, pero en ningún caso responden a nuevos modelos que se quisieron imponer desde Estados Unidos.
No estamos en el final de la historia de Fukuyama ni en el choque de civilizaciones de Huntington. Se trata de un fenómeno nuevo, desconocido, decisivo e irreversible que conviene interpretar cuanto antes.
Les saludo cordialmente.
Horacio Segal
Buenos Aires