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De vacaciones con Marilyn

Para irme de vacaciones tuve que tomar un avión y varios tranquilizantes. No existía otro modo de llegar a los Estados ya no tan fundidos de Norteamérica. Cada vez que viajo por aire controlo con mis mandíbulas las fluctuaciones del ave mecánica.

Cuando atravesamos un cumulo-nimbus turbulento, que es el término correcto para decir que nos vamos al y volvemos del «c» y permanecemos no sé dónde pero permanecemos, antes de comer me tienen que ayudar a despegar ambas mandíbulas. Eso sí, no hablo. Pero pienso. Todo mal.

Se suele decir que las vacaciones comienzan ni bien subís a un avión. No las mías. Sin embargo hay un momento donde me relajo y dejo de controlar - tanto - y es después del servicio de comida.

Sí, soy de esas personas a quienes les gusta el sabor a plástico y el gusto salado del postre del avión. Llamame «poco sofisticada» por la calle, me voy a dar vuelta y seguro te voy a invitar a tomar un café lavado con un postre salado. Un Mac-Spett.

Después del servicio me entono con un miorrelajante de acción prolongada - color blanco - que me ayuda a creer que el único trastorno importante de un viaje es la pérdida del pasaporte. Me equivoco otra vez. Wrong: existen otros.

En la ocasión hicimos una parada programada en Río de Janeiro. Ahí se me rompió el reloj y como sabemos, todo va mal sin un reloj para quien controla y hace cálculos de horas de llegada, salida, transcurridas y demás. Me prestaron otro de mejor calidad que con el tiempo tuve que devolver. Pude seguir controlando.

También se me rompió el cierre de unas de las botas, y eso que no me descalzo ni en la playa. Pero me encontraba en un salón especial en donde la gente habla en voz baja, camina sin zapatos y es educada.

¡Quería parecerme a ellos! En Río, sin reloj y sin botas mi viaje no tenía sentido ni norte - aunque iba en ese rumbo -. Introduje como pude un pie en la bota y con el reloj prestado volví a ser la mujer de siempre, preocupada por todo.

Cuando partí de Río comenzó el viaje propiamente dicho. Pasaban películas. Ya había visto todas las nominadas al Oscar, salvo «Una semana con Marilyn». Algunos pensarán qué bueno. No yo. Soy una chica formada en el espíritu Murphiano - si algo puede andar mal, seguro va a andar pésimo.

El sistema de proyección no es tan perfecto como pretenden los folletos. Cada vez que el capitán avisaba algún notición, como - por ejemplo - a cuántos pies de altura estábamos volando, la película se detenía y no había modo de retomarla. ¿A quién le interesa a cuántos pies y cómo será la temperatura en el lugar de arribo cuando nos encontramos suspendidos en el aire, volando? ¿Llegaremos?

Total que soy una experta en «Una semana con Marilyn». La vi siete veces, los mismos días que, según la película, Sir Lawrence Olivier filma con Marilyn «El príncipe y la corista». El final me lo imagino, no llegué a verlo.

El film narra los sucesos acaecidos durante la filmación de «El príncipe» que puede verse un domingo en cualquier canal de cable. Cuando los programadores de la TV paga no saben ya qué poner, y no es Semana Santa, la pasan.

Tal vez a Lawrence Olivier lo nombraron Sir - Caballero - luego de haber superado satisfactoriamente esa semana con la Monroe. Vi un Keneth Brannagh que recrea holgadamente a Olivier a quien el «Método Strassberg» le importa un comino. Sólo quiere terminar de filmar con Marilyn y que se vaya, siempre según la versión de película.

Seguramente la gatita norteamericana debe haberle provocado algo más que nervios. «Una semana... no lo muestra. Lo extraño es que a él le importa «un comino» el Método; la misma frase que a su mujer en las malas y en las malas, pero su mujer al fin, Vivian Leigh, le dice Clark Gable - Red Buttler - en «Lo que el viento se llevó»: «Francamente querida, me importa un comino».

Claro que no encontrar la pista justa donde al capitán se le ocurrió anunciar la venta de perfumes tax free hizo que me detuviera a pensar en los aspectos psicológicos de la Monroe. No en la doctrina política que lleva el mismo nombre.

La rubia platinada tuvo el mejor ejemplar de cada rubro. Un deportista, el más popular, Di Maggio; el dramaturgo Arthur Miller; el más famoso de todos los presidentes, el bostoniano Kennedy y su hermano. ¿Existe algo mejor?

Cuando la histeria como estructura se cruza con la melancolía, mala yunta. Siempre hubo algo triste en esta rubia que orillaba la satisfacción pero no se detenía en ella, más allá de si la mató la mafia, los propios amigos del presidente o de verdad fueron los somníferos.

Personalmente me cae mejor una Liz Taylor y no sólo porque el nombre me alcance ni porque se haya casado, de nuevo el número, siete veces. Sino porque no me parece triste, aunque haya soportado extremos dolores físicos. La encuentro resuelta, nada débil ni cobarde. Me faltan cuatro casamientos, para alcanzarla.

Mis verdaderas vacaciones comenzarán cuando retorne a la tierra prometida por el ticket de vuelta. Hasta ahora ha sido una «búsqueda del tesoro» con mucho de tarea cumplida milagrosamente.

Fuente: Diario El Día de La Plata; Revista Domingo; 1.4.12

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