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Lecturas

No soy solamente una cara bonita. También leo, aunque esto no ayude en nada a embellecer mi cara.

Si leés libros no son todas ventajas. En plena revolución digital y cimbronazos planetarios impensados - terremotos en Italia, canibalismo recientemente acaecido en Miami, River con su descenso a la B - leer literatura se ha convertido en una apuesta fuerte. Te obliga a una doble tarea; la de leer y la de conocer barbarismos de uso corriente, de esos que no se suelen escribir. Si pretendés entender diálogos televisivos deberás saber que «tranca» significa tranquilo, «me fumé» depende del contexto. Su uso alude a múltiples significados - bancar, tolerar activamente - «me fumé tres horas en lo del odontólogo sin wi-fi» o ser soporte pasivo de una mala disposición por parte de otro, «el dentista me fumó mal, con música funcional en la sala de espera y sin señal», además de la cada vez más desusada práctica de fumar. El que más me inquieta por su elocuencia desmedida es «jodeme» utilizado en lugar de «no te lo puedo creer».

La vida no es plana; está llena de enormes cambios a último momento. Y perdón por la palabra «cambio» que en este momento de nuestras vidas argentinas no goza de buena prensa. Despierta enconos de derecha a izquierda y viceversa.

Efectos de la lectura  

No por leer, la existencia humana se convierte en plena. El elogio a la lectura de libros es un canto cada vez más depreciado. Después de todo, sólo le interesa a aquél que pertenece a tu misma parroquia. A aquel que comparte tu propio código de una cierta literatura; la consagrada por tu canon. Y no me refiero al libro de Harold Bloom - El canon occidental -, crítico literario norteamericano que estableció él solito un canon de Occidente. Claro que, si lo nombra Bloom, conlleva amplias posibilidades de tornarse válido para muchos. Particularmente me gusta Bloom, sólo que no siempre.

El mundo se derrumba - Casablanca dixit - y nosotros nos preocupamos por lo que dice Faulkner en el ya famoso reportaje que le hiciera Jean Stein. Pregunta: «¿Existe alguna fórmula que sea posible de seguir para ser un buen novelista?»

Faulkner responde: 99% de talento; 99% de disciplina y 99% de trabajo. Hay gente que discute acerca del 1% faltante en los tres casos.

Intercambios 

A la hora de la discusión acerca de un texto, el hecho de responder a una misma clave, permite un intercambio de pareceres e interpretaciones, jueguitos y chanzas que a mí me divierten mucho más que el código «psi». Ese que gesticula con las manos y utiliza el pulgar en vaivén y en tándem con el índice para denotar un «o sea» o cierta «correlación» entre elementos.

Algo bueno deberá tener, sin embargo, esto de leer. Entre las miles de ventajas que tiene rescato una que leí entre los posteos en mi Facebook.

Es de un tal Charles Warnke y dice: «Una chica que lee posee un vocabulario capaz de describir el descontento de una vida insatisfecha». Y yo agrego; la propia y la ajena. Mi hermano me ha sugerido una de Mark Twain: «la persona que no lee un buen libro, no tiene ventaja alguna respecto de la que no sabe leer».

Sin embargo, la gente que lee literatura y algún efecto produce en ella, no es mejor persona que otra que no lo hace. Al contrario. Un buen lector sabe descubrir matices, claroscuros y tornasolados que de otro modo pasarían inadvertidos. Si no calla, los piensa o los escribe. Me atrevo a decir que es un poco más malita en un buen sentido.

Como ser vegetariano     

No se es mejor persona por leer, así como ser vegetariano-vegano de esos que sólo se permiten en sueños comer un sándwich de jamón crudo de Parma, tampoco lo asegura. Hitler era vegetariano.

Y ya que estoy, hoy me daré un gusto para no quedarme con las ganas, como los veganos. Citaré los comienzos de novelas o cuentos que más me han tocado, bah, pegado. Lo mejor que me está pasando es que ya no me pregunto el porqué.

Constituyen modos acabados y contundentes de decir «había una vez».

«Hoy ha muerto mamá. O quizás ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo». De «El Extranjero» de Albert Camus.

«Al despertarse Gregorio Samsa una mañana, después de un sueño intranquilo, se encontró en la cama transformado en un monstruoso insecto». De «La metamorfosis» de Franz Kafka.

«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». De «Cien años de Soledad» de García Márquez.

«Úrsula era callada como una vaca». Del cuento «Úrsula» del uruguayo Felisberto Hernández.

«Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres. Pero no tengo ganas de contarles nada de eso». De «El Cazador Oculto», últimamente traducido con el «Guardián entre el centeno» de J. D. Salinger.

Me saqué el gusto. De todos estos comienzos que recuerdo el que más gusta por su potencia y claridad es el de Felisberto Hernández.

Fuente: Diario El Día de La PLata; Revista Domingo; 10.6.12

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