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Mar y cielo son testigos

Playa en Turquía - Septiembre 2015El notable cantautor catalán Joan Manuel Serrat le cantó al Mediterráneo en una de las más notables canciones del siglo XX. Ahí le decía: «Quizá porque mi niñez / sigue jugando en tu playa / y escondido tras las cañas / duerme mi primer amor / llevo tu luz y tu olor / por donde quiera que vaya / y amontonado en tu arena / guardo amor, juegos y penas».

Serrat lejos estaba de imaginar que el Mediterráneo se convertiría en una esperanza para los muchos desamparados de la tierra que huyen del hambre africano o de los conflictos bélicos de distintos lugares del planeta. Las precarias embarcaciones se convierten por sobrepeso en un adelanto de una muerte sin ataúd, en el mar sobre el cual la historia de la humanidad escribió mucho de sus volúmenes.

Sin embargo, como el arte suele anticiparse a la realidad, más adelante escribió: «Yo / que en la piel tengo el sabor / amargo del llanto eterno / que han vertido en ti cien pueblos / de Algeciras a Estambul / para que pintes de azul / sus largas noches de invierno. / A fuerza de desventuras / tu alma es profunda y oscura».

Ese alma oscura y profunda suele ser el destino final de aquellos con la suerte en contra, y los afortunados que se arriesgaron a todo para dejar un presente misérrimo y tocan tierra primermundista, conseguirán tal vez acceder a los últimos escalones, cuando no al subsuelo de los países desarrollados.
              
En su primera salida del Vaticano, el Papa Francisco fue a la isla de Lampedusa, de apenas 5.500 habitantes, a 205 kilómetros de Sicilia y a 113 kilómetros de Túnez, donde se había producido una de las tantas tragedias con 93 muertos y 250 desaparecidos. Jorge Bergoglio indignado exclamó: «Sólo me viene la palabra vergüenza; es una vergüenza».

Como un juego de azar, un escritor del mismo nombre de la isla, Lampedusa Giuseppi Tomasi, es el autor del «Gatopardo», donde un personaje dice una frase muy recordada, que hoy puede ser invocada por cualquiera de los gobernantes de los principales países europeos o EE.UU: «Algo debe cambiar para que todo siga igual».

El mar es testigo. Como en tantas otras tragedias, el mundo se indigna y mira para otro lado.

«El largo viaje»
                       
Ese es el título de la primera novela del político y gran escritor español Jorge Semprún. Ahí cuenta el viaje en un tren cerrado desde Francia al campo de concentración de Buchenwald en Alemania. Puede leerse: «Este hacinamiento de cuerpos en el vagón, este punzante dolor en la rodilla derecha. Días, noches. Hago un esfuerzo e intento contar los días, contar las noches. Tal vez me ayude a ver claro. Cuatro días, cinco noches. Pero habré contado mal, o es que hay días que se han convertido en noches. Me sobran noches; noches de saldo. Una mañana, claro está, fue una mañana cuando comenzó este viaje. Aquel día entero. Después una noche. Levanto el dedo pulgar en la penumbra del vagón. Mi pulgar por aquella noche. Otra jornada después. Aún seguíamos en Francia y el tren apenas se movió. En ocasiones, oíamos las voces de los ferroviarios, por encima del ruido de las botas de los centinelas. Olvídate de aquel día, fue una desesperación. Otra noche. Yergo en la penumbra un segundo dedo. Tercer día. Otra noche. Tres dedos de mi mano izquierda. Y el día en que estamos. Cuatro días, pues, y tres noches… Aunque estuviéramos todos muertos en este vagón, muertos apiñados de pie, ciento veinte en este vagón, el valle del Mosela, de todas formas, seguiría ahí, ante nuestras miradas muertas».
 
A los que lograban sobrevivir, en medio de los muertos y las defecaciones, sin agua ni comida, casi imposibilitados de respirar, les esperaba el campo de concentración, como anteúltima estación hacia la muerte.

Hoy, en pleno siglo XXI, nos llega la noticia: «Mientras perdura la conmoción por los 71 refugiados que murieron asfixiados en el camión frigorífico encontrado en Viena, la policía austríaca interceptó otro vehículo similar con 26 inmigrantes, entre ellos tres chicos que se encuentran en grave estado. Dos días después del hallazgo del camión frigorífico abandonado en una autopista austríaca con los cadáveres de 71 refugiados, probablemente muertos por asfixia, se detectaron otros tres transportes similares».

Anteayer no podía suceder en Alemania, la sociedad más culta de Europa. Ayer no podía suceder en Argentina, la sociedad de mayor nivel cultural de América Latina. Hoy no puede suceder en Austria, en Italia, en Grecia, en Ceuta y Melilla, enclaves españoles en Marruecos, de doloroso recuerdo en la guerra civil española, pero ocurre ante las políticas europeas activas en contra de la inmigración.

Difícilmente estos exiliados del planeta puedan compartir aquello que Serrat le canta al Mediterráneo: «A tus atardeceres rojos / se acomodaron mis ojos / como el recodo al camino».

El huevo de la inmigración
                                                   
Los países europeos más desarrollados saquearon y depredan África, instigan con EE.UU guerras en Asia, establecen una libre circulación de las riquezas y cierran las fronteras a las multitudinarias víctimas que producen.

Otra vez Joan Manuel Serrat lo describe: «Disculpe el señor / si le interrumpo, pero en el recibidor / hay un par de pobres que / preguntan insistentemente por usted. / No piden limosnas, no... /Ni venden alfombras de lana, / tampoco elefantes de ébano. / Son pobres que no tienen nada de nada. / No entendí muy bien / si nada que vender o nada que perder, / pero por lo que parece / usted tiene usted alguna cosa que les pertenece. / ¿Quiere que les diga que el señor salió? / ¿Que vuelvan mañana, en horas de visita? / ¿O mejor les digo como el señor dice: / 'Santa Rita, Rita, Rita, / lo que se da, no se quita'.  / Disculpe el señor, / se nos llenó de pobres el recibidor / y no paran de llegar, / desde la retaguardia, por tierra y por mar. / Y como el señor dice que salió / y tratándose de una urgencia, / me han pedido que les indique yo / por dónde se va a la despensa, / y que Dios se lo pagará. / ¿Me da las llaves o los echo? / Usted verá que mientras estamos hablando / llegan más y más pobres y siguen llegando. / ¿Quiere usted que llame a un guardia y que revise / si tienen en regla sus papeles de pobre? / ¿O mejor les digo como el señor dice: / 'Bien me quieres, bien te quiero, / no me toques el dinero'. / Disculpe el señor / pero este asunto va de mal en peor. / Vienen a millones y curiosamente, vienen todos hacia aquí. / Traté de contenerles pero ya ve, / han dado con su paradero. / Estos son los pobres de los que le hablé. / Le dejo con los caballeros / y entiéndase usted. / Si no manda otra cosa, me retiraré. / Si me necesita, llameme. / Que Dios le inspire o que Dios le ampare, / que esos no se han enterado / que Carlos Marx está muerto y enterrado».

Los que logren entrar a la tierra prometida, en el mejor de los casos, comprenderán rápidamente que más que al paraíso han ingresado a un infierno donde el inmigrante es un indeseable. Si son detectados pueden ir a un campo de refugiados con condiciones deplorables y muchos finalmente deportados.

En Alemania, cuenta Osvaldo Bayer, «se han efectuado 200 ataques contra lugares de protección de inmigrantes. Esto hace recordar a los tiempos del nazismo, cuando eran incendiadas las sinagogas».

El mar y el cielo son testigos

Hay una foto en blanco y negro emblemática del genocidio nazi, y es la de un niño con los brazos en alto cuando es sacado del Gueto de Varsovia con su familia, camino al campo de exterminio de Treblinka.

En estos días se ha conocido una foto, en colores, unida con aquella, que refleja la tragedia de estos días. En primer plano toda la tristeza posible en el rostro de una nena de alrededor de 9 años. A su lado un chico de alrededor de cinco años con todo el miedo reflejado en su cara. Debajo de la foto, el epígrafe: «Chicos migrantes son conducidos por la policía de Macedonia a un poblado cercano a la frontera con Grecia».

El mar y el cielo son testigos. Las estrellas no titilan sino que pestañean imposibilitadas de creer lo que se ve desde el espacio.