Estaba batallando telefónicamente por celular con mi abogado cuando sonó el teléfono de línea. Era Y.-¿Y?, le pregunté. ¿Y mayúscula o minúscula, imprenta o cursiva, griega o latina?
Me dijo su nombre y apellido, los que reconocí inmediatamente, a pesar de no saber de él hacía un lustro. -¿Podés llamarme en cinco...minutos? -aclaré. Para que no interpretara cinco años. Así lo hizo.
Luego de las cortesías de rigor, -¡Qué suerte que estés vivo, que no dependas de un plan alimenticio del Gobierno y a pesar de que te siga gustando el vino demasiado!- escuché su propuesta. Quería verme. Como había limpiado la casa, quedamos en encontrarnos al día siguiente en mi departamento.
No lograba acordarme de su cara.
Después me dediqué a las cosas que debía hacer: corregir el manual de Investigación de Supermercado; llamé a Clara, quien me dijo que estaba muy ocupada leyendo las instrucciones de cómo construir sus propios muebles de melamina y me dormí.
Al día siguiente hice lo que hago cuando estoy un poco inquieta: busco una gamuza, la embebo en Cif y la paso por los zócalos. Están limpísimos. Es mi manera de tomarme la vida con soda, me devuelve el equilibrio emocional, no fumo y elimino el estrés.
El SRC (sujeto razonablemente correcto) llegó puntual, bien vestido y con olor a limpio. Llevaba en su mano una botella de buen vino, un Rutini, que casi me forzó a abrir en el momento en que me la entregaba.
Nos acordamos vagamente del motivo por el cual discontinuamos nuestros encuentros. Pedimos unas empanadas, cuando ya el vino comenzaba a ejercer sus influencias en él.
Técnicamente soy una bebedora ocasional: sólo lo hago cuando nadie me mira, poco y muy de tanto en vez.
Terminada la frugal cena -cinco empanadas ¿adivinen quién? y yo media- pasamos al escritorio donde hay un televisor, a mirar un partido de fútbol que ameritaba verse. La posterior fiesta por el triunfo, que duró hasta el día siguiente, no la miramos juntos. Trajo la botella y la ubicó arriba del televisor, sobre un posabotella que raudamente le alcancé al ver tamaño sacrilegio. Pasados los noventa minutos reglamentarios y algunos más que duró el partido, di por concluida la velada futbolística y apagué el televisor.
-Bueno, bueno- dije mientras palmeteaba las manos y él retiraba las suyas... de mi cuerpo.
-Es tarde, mañana me despierto temprano.
Comenzó a despedirse lenta y cansinamente, poniéndole muy poco salero a mi palmeteo. ¿Dudaba o le faltaba decir algo?
-Llueve -murmuró como si un terremoto grado 8 en la escala Richter le impidiera salir de mi casa-.
-Sí, llovió toda la semana, contesté.
Yo seguía en mi plan español, palmeteando cada vez más fuerte. Sólo me faltaba decir ¡Arre, arre! que en mi idioma significaba: ¡Vamos andate!, ¿hasta cuándo te vas a quedar en mi casa?
El SRC estaba como atado o pegado al piso de mi living, mirando al escritorio, no a mí. Recomenzó la conversación, cuando yo pensaba que estaba todo claro, como el agua que caía. Entonces pronunció esas horribles palabras.
-Decime ¿vos no tomás vino, no?
-Poco, casi nada.
-¿Qué te parece si me llevo la botella? Es una lástima, es un vino tan bueno, etc, etc. Ya no lo escuchaba.
-Sí, claro, llevátela -lo interrumpí-. En ese momento recordé por qué no había prosperado nuestra relación.
Tardé como cuarenta y cinco minutos en encontrar el corcho en el tacho de basura, la tapé, la envolví y le dije: -Tomá tu Rutini.
Es claro y una lástima que este SRC no se tome la vida con soda, entonces, mejor que siga su Rutini; conmigo derrapó.
Al otro día compré cinco envases de Cif que me costaron tanto como la botella de vino y me puse a limpiar las paredes de mi casa mientras escuchaba la ópera "Los Miserables"
Fuente: Diario El Día de La Plata; Revista Domingo; 20.9.09
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