Con motivo del habitual discurso de Netanyahu en la conferencia anual de AIPAC, el analista Ari Shavit le daba lo suyo al primer ministro israelí en «Haaretz». En un formato casi de carta abierta le decía a Bibi que vivía en su propia realidad, en su burbuja, y que no se percataba de que la mayoría de los judíos norteamericanos, si bien de intensa tradición proisraelí, se sienten progresivamente más alejados del Israel actual, debido principalmente a los privilegios y poder de los ultraortodoxos y a la ocupación de los territorios palestinos.
Shavit puede tener razón en lo segundo, pero, desde ahora, en lo primero se equivoca. Bibi, presionado por todos sus socios de gobierno - ciertamente, él nunca se atrevió porque en sus anteriores coaliciones se apoyaba en partidos ultraortodoxos - llevó a la reforma de la Ley Tal, que eximía de hacer el servicio militar obligatorio a los israelíes judíos ultraortodoxos que adujeran que estudiaban Torá en un seminario rabínico.
Tras la aprobación de la ley, tienen dos opciones: o se alistan, o hacen el denominado servicio nacional, el cual consiste en trabajar en organismos públicos o instituciones privadas con fines sociales durante el lapso de tiempo que dura el servicio militar, tres años para varones, dos para mujeres.
La población ultraortodoxa ya lleva años, desde que se habló en serio de reformar la ley e igualar en derechos y obligaciones a los ciudadanos israelíes, manifestándose en contra de que se les obligue a servir en el Ejército, llegando a extremos demenciales en sus quejas.
Hace dos semanas, tanto en las calles de Jerusalén como en las de Manhattan, miles y miles de ultraortodoxos salieron a la calle a protestar. Hace dos años, la protesta incurrió en la más profunda de las vergüenzas cuando bloquearon los barrios religiosos de Mea Shearim y Geula vestidos como prisioneros de campos de concentración nazis.
Sin embargo, si alguno de ellos hubiera leído un periódico normal, habría sabido que la batalla ya estaba perdida. El Gabinete liderado por Bibi cuenta con 68 escaños en la Knéset y sus posibles sucesores al trono, tanto Avigdor Liberman como Naftali Bennett o Yair Lapid, llevaban en sus agendas dar este vuelco histórico. De hecho, esta ley se aprobó a pesar de Bibi, y no gracias a él.
Después de la votación y sin poco más que argumentar, el parlamentario Moshé Gafni, del partido ultraortodoxo Iahadut Hatorá, advirtió que «ni olvidarán ni perdonarán a Netanyahu» y que Israel ya no es un Estado judío y democrático.
No sólo se aprobó la conocida como «Ley de igualdad de la carga» para corregir una situación injusta, sino también, como ocurre en el 90% de los casos, por una cuestión económica. El chiste popular que reza: «En Israel un tercio trabaja, un tercio paga impuestos y un tercio va al Ejército. Y siempre es el mismo tercio», representa un drama social, pero ahora parece que comenzó el principio del fin.
Es ciertamente escandaloso que la oposición de izquierda, los partidos Avodá y Meretz, no acudieran a votar en el Parlamento la reforma de la ley. El orgullo, o quizá la impotencia, hicieron que, al no ser ellos los protagonistas de este paso histórico que cambiará el Israel que conocemos hasta hoy, boicotearan el plenario.
Pero es que, si atendemos a la historia, no pudo ser de otra manera. Primero, era necesario que ningún partido ultraortodoxo formara parte de la coalición, y segundo, que existiera una legitimidad moral para su aprobación. Un requisito que vino de la mano de un partido nacionalista religioso como Habait Haiehudí de Naftali Bennett, y de otro laico que integra a rabinos en su lista, Yesh Atid de Yair Lapid.
Este problema, al que, ciertamente, aún le queda mucho tiempo para solventarse, lo provocó Ben Gurión con el famoso statu quo. En aquel entonces había sólo un puñado de familias ultraortodoxas; ni siquiera el Viejo, con la altura de miras que le caracterizaba, pudo preveer que los ultraortodoxos tuvieran un crecimiento demográfico tan exponencial.
Ben Gurión quería que Israel fuera un Estado reconocido por todos los sectores del judaísmo y, rindiendo homenaje a la patria de los judíos durante dos mil años de nación sin tierra, a la religión, no sólo adelantó el plazo concedido por la ONU para declarar la independencia de Israel para no hacerlo en shabat; también otorgó a la comunidad ultraortodoxa una serie de privilegios y competencias que provocaron cismas y altercados sociales en Israel, sobre todo en los últimos veinte años.
Durante su historia, la religión judía se caracterizó por un gran dinamismo y capacidad de adaptación, hasta que tiró bruscamente del freno de mano en el siglo XIX, con la aparición del Iluminismo. A partir de entonces, la ortodoxia dejó de ostentar el monopolio y surgieron muchas más vertientes religiosas.
Desde ahora, se abre un nuevo capítulo en la historia de Israel y del judaísmo.