Hace unos días entré al sitio en Internet del semanario americano de izquierda «The Nation» y me impresioné del fuego de odio extremista que arde en sus páginas hacia Israel. Me dio miedo porque este medio serio no siempre fue anti-israelí.
Hace 40 atrás años aún repudiaba crudamente el embargo que la Liga Árabe le impuso a Israel y se manifestó sobre el hecho denigrante, entre 1965 y 1977, cuando más de mil empresas americanas sucumbieron al ostracismo árabe y embargaron al Estado judío. Aunque ese embargo económico contradecía la ley norteamericana, el gobierno ignoró el asunto; «The Nation» le reclamó por ello.
Y ahora, ese mismo semanario insita muy expresivamente al embargo cultural, económico y científico hacia Israel, a quien culpa de una larga serie de crímenes de guerra. La mayoría de los artículos anti-israelíes los firman escritores de apellidos judíos.
Leí esos materiales provocativos; de repente tuve la sensación de que los artículos son como bombas de estruendo y gases lacrimógenos, que los periodistas son policías con uniformes y cascos, que me disparan balas de goma, y que sus impactos son dañinos y dolorosos. Si alguna vez me sentí entre las páginas de «The Nation» como en mi casa, de pronto se me lanzaron encima todos los verdugos con sus notas violentas y me arrojaron salvajemente afuera, mientras alzaban contra mí sus antorchas ardientes y me gritaban «ojalá que el fuego te consuma».
Salí anonadado del sitio mientras mis labios murmuraban hacia esos enardecedores de sentimientos candentes: «¡Locos! ¡Pirómanos! ¡Ustedes me expulsan, pero queman su casa por sobre sus propias cabezas!».
Huí del portal norteamericano quemado mientras estaba lúcido; entré en sitios israelíes para sentirme en casa. Fui recibido por policías de la guardia fronteriza, con uniformes y cascos, que arrojaban granadas de gas y balas de goma sobre civiles palestinos, habitantes de Jerusalén, que trataban de evitar la expulsión de familias palestinas del barrio de Silwán para desalojarla y entregársela a judíos, y me recibieron las imágenes de ciudadanos palestinos reclamando fervorosamente ante la Corte de Justicia israelí que autorizó la demolición de 22 casas en el barrio Sheikh Jarrah y la expulsión de sus habitantes a fin de construir allí un parque arquelógico.
Como un refugiado del incendio que dejó atrás la tierra quemada de «The Nation», entendí totalmente lo que le sucede a decenas de familias palestinas, que en nombre de nuestra «Nation», que se convirtió en verdugo destructor, caen sobre ellos para destruir sus casas y arrojarlos a las calles de Jerusalén, la ciudad en la cual arde el fuego mientras en su corazón late una bomba.
Comprendí totalmente a los habitantes palestinos, y frente a los verdugos de nuestra «Nation» me encontré a mí mismo gritando junto a ellos: «!Locos! ¡Pirómanos! ¿Ustedes nos expulsan de nuestras casas y piensan que nos heredarán? ¡Ustedes encienden un fuego que hará arder y estallar toda esta explosiva ciudad sobre sus propias cabezas!».
¿Pero a quién le importa que está ciudad se consuma por las brasas? Parecería que no al intendente. Él se comporta como un niño que juega con fósforos junto a un gran charco de gasolina.
Lo principal es que en Silwán se asiente una casta de pirómanos hasta que estalle el gran incendio, y lo primordial es que en Sheikh Jarrah se consiga construir un parque arqueológico de piedras carbonizadas, sobre una tierra calcinada, y que se pueda enclavar allí una bandera quemada y un cartel agujereado sobre el que estará inscripta la premisa:
«En este lugar se prendieron las llamas que consumieron a Jerusalén».
Fuente: Israel Hayom
Traducción: www.israelenlinea.com