En la iglesia de Augusta Victoria un grupo de músicos ensaya para un concierto. No se supone que debe haber público, pero es casi inevitable despegar los ojos de los hombres y sus instrumentos.
Frente al órgano en el coro de la iglesia recargo mis codos sobre la piedra fría y escucho el inesperado recital.
Tras unos minutos reconozco que tocan una obra de Bach y tarareo en mi mente las notas en un momento de gozo casi infantil.
De vez en vez el director interrumpe para hacer alguna observación tras lo cual retoman la pieza.
Me gusta que vuelvan sobre la partitura, siento como cuando uno cuenta una historia y a medio camino recuerda un pequeño detalle por el cual hay que volver un poco sobre el relato e insertarlo en su lugar exacto.
Desde la torre de la iglesia luterana se puede ver la Ciudad Vieja; a lo lejos se ven los edificios modernos de Jerusalén, el Monte de los Olivos, la Universidad Hebrea en el verde Monte Scopus y la villa de Issawiya dividida.
El verano despega el calor del suelo; con andadas de aire se levanta la arena haciendo sombras grises que se desvanecen en suaves silbidos que se estrellan en el inmenso muro de separación.
Los violines retoman el vuelo y vuelvo sobre mis pasos. Rodeada de árboles de olivo me alejo del edificio del hospital alemán que parece sacado de los cuentos de Grimm.
Cada edificio histórico en Jerusalén es un recordatorio de que todos quienes han puesto pie aquí, han tenido su parte protagónica en la larga y macabra fábula que se despliega en el relato del vasto paisaje.
Del otro lado del espejo
Las calles están medio vacías, se siente una tensión en el ambiente, densa, como una neblina que cae sobre las horas.
En el Este de Jerusalén los soldados revisan autos y transeúntes pidiendo identificaciones en los autobuses.
Los tres muchachos israelíes que han sido secuestrados siguen sin ser encontrados tras más de una semana de intensa búsqueda y especulación.
En el centro de Jerusalén las conversaciones van sobre el progreso que hay en las investigaciones de lo que se siente como una pérdida personal.
Se organizan oraciones masivas en el Muro de los Lamentos y se reza en privado.
Podría ser el hijo o el hermano de cualquiera y la repetición de los slogans en medios y discursos políticos hacen que las identidades se difuminen, pero no es así, los muchachos secuestrados tienen nombres: Naftali, Gil-Ad y Eyal.
Saber el paradero de los chicos es imperante. Más de 400 palestinos han sido arrestados en redadas llevadas a cabo por las Fuerzas de Defensa de Israel.
El acceso a la Mezquita de Al Aqsa ha sido restringido y los hombres musulmanes rezan en las calles aledañas a la Vieja Ciudad.
No hay suficientes datos; hay promesas y amenazas pero poca información. Los días transcurren en un ir y venir de sospechas desplazadas y culpas compartidas.
El último aliento
Una joven viuda consuela a su pequeño hijo, otra madre yace cada noche sin cerrar ojo esperando noticias. Están a una hora de distancia una de la otra, y su dolor es el mismo, su rabia es la misma, sus lágrimas terminan en el mismo cuenco donde caen las ambiciones de otros muy ajenos a sus desgarros.
La última semana ha pasado lentamente mostrando pieza a pieza lo que conforma a esta región como repaso agonizante de todos nuestros cuentos de terror.
Mientras tanto, nosotros miramos desde una torre negándonos a poner los pies en la tierra y explorar los recovecos de nuestra propia historia.
Estamos fracasando. No es cierto que las guerras se cuentan por los victoriosos, eso es para los poderosos.
Cuando contemos esto a nuestros hijos no lo haremos con los reportes del periódico en mano sino con la pena de las pérdidas que son reales y para siempre.