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Jerusalén - ¿El tranvía del apartheid?


Siete años después de que comenzaran las obras del tren eléctrico de Jerusalén, nadie ve la luz al final del túnel. Las costosas obras se han vuelto un engorro insufrible para los habitantes de la ciudad.


El que fuera uno de los sueños de Theodor Herzl está convirtiéndose en un interminable dolor de cabeza. El padre del sionismo proyectó en su libro Altneuland el que debía ser uno de los símbolos de Jerusalén en el futuro: un tranvía eléctrico.

Casi un siglo después, su idea empezó a tomar forma bajo la alcaldía de Ehud Olmert. Los argumentos a su favor parecían abrumadores: ecológico y barato a medio plazo, uniría los sectores árabes y judíos de la ciudad, aliviaría el tráfico infernal y pujaría como uno de los emblemas de la ambicionada renovación urbanística de Jerusalén.

Siete años después de que comenzaran las obras, nadie ve la luz al final del túnel. Y eso que algunos tramos están bastante avanzados. Las obras se han vuelto un engorro insufrible. Perturban la vida comercial de la calle Yaffo y generan continuos embotellamientos en la carretera 60, que divide la parte occidental de la oriental.

Pero lo peor es que el entusiasmo inicial se ha evaporado. Por unas razones u otras, todo el mundo parece estar en contra del proyecto, desde los palestinos y las oenegés internacionales, al alcalde Nir Barkat o los ultraortodoxos judíos.

Los motivos difieren. Para los palestinos y las organizaciones humanitarias, el problema es su trazado, que, según ellos, viola la ley internacional al unir el oeste de Jerusalén con los asentamientos judíos ilegales del nordeste de la ciudad, como Guivá Tzarfatit, Nevé Yaakov o Pisgat Zeev.

En su contraofensiva han rebautizado al tren eléctrico como el "tranvía del apartheid" y han centrado sus esfuerzos en denunciar a las dos empresas extranjeras - las francesas, Alstom y Veolia - que están participando en el proyecto.

De momento, han logrado llevarlas a juicio en Francia y conseguir que sus negocios se resientan en países como Suecia, Irlanda o Irán, donde han perdido suculentos contratos ante el creciente apoyo internacional al boicot de las corporaciones que colaboran con la ocupación israelí. 

Consideraciones políticas aparte, tampoco está contento el alcalde Nir Barkat. Tras definirlo como "una experiencia muy negativa", ha llegado a proponer la reconversión de las líneas férreas del tranvía en líneas de autobús.

Las objeciones de Barkat se centran en los constantes retrasos de las obras, que se han topado, entre otras cosas, con inesperados yacimientos arqueológicos, y en el elevado coste del proyecto. Cada vagón de la empresa Alstom, y hay 43, está equipado con cristales blindados para resistir las piedras y los cócteles molotov, y cuesta tres millones de dólares. Todo el proyecto ronda los 950 millones.

Quizás las protestas más extravagantes proceden de los rabinos ultraortodoxos. Los guardianes del judaísmo más estricto temen que hombres y mujeres se mezclen en los vagones, arruinando el sistema de segregación de género -hombres delante, mujeres atrás- impuesto en los autobuses kosher que transitan por sus barrios.

Como ocurrió con el Puente de las Cuerdas, otro de los pretendidos símbolos de la nueva Jerusalén, la ciudad que lo planificó le ha dado la espalda. No deja de ser un reflejo de un lugar donde nunca nadie, y por motivos casi siempre distintos, está contento.