Conocí Jerusalén mucho antes de haber llegado a la ciudad capital de Israel. Jerusalén nos rodeaba desde temprana infancia en cuadros y libros; nuestra casa, en el Once porteño, era como una sucursal de Sión. Los sábados, en la sinagoga barrial, como en todos los templos judíos, se rezaba en dirección a Jerusalén.
Aquella Jerusalén celestial guarda una enorme distancia de la Yerushalaim cotidiana y terrenal.
La Ciudad de la Paz es, en las últimas semanas, una urbe signada por el odio y el terror.
Los medios señalan como foco de encendido de la actual ola de violencia los sucesos del último verano israelí: el secuestro y asesinato de los estudiantes de Gush Etzión y la posterior y no menos cruel venganza, eclipsados inmediatamente por la guerra contra Hamás en Gaza.
Pero, en realidad, las hostilidades empezaron mucho antes. Desde hace dos años los barrios jerosolimitanos lindantes con el sector oriental, predominantemente árabe, se ven acosados por enfrentamientos. Las murallas construidas por Israel para detener o restringir los atentados produjeron, en la práctica, la anexión al conjunto metropolitano de un cuarto de millón de pobladores palestinos.
La posibilidad de control estatal en las barriadas árabes, lejos de verse acrecentada, se reduce día a día como resultado de una compleja maraña de factores. No se trata sólo de la división de tareas entre las fuerzas policiales -encargadas de mantener el órden público - y el Ejército, responsable de la defensa y la lucha contra agresiones externas; en Jerusalén Este es díficil marcar la línea divisoria entre el crimen organizado y los grupos que actúan con objeto terrorista. En ambos casos, las flores del mal tienen como caldo de cultivo la pobreza, la falta de vivienda y la desocupación.
En lugar de priorizar la igualdad de condiciones económicas y sociales entre ambos sectores de una ciudad que se pretende unificada, las fracciones nacionalistas y ultraortodoxas de la derecha israelí empujan a un «dominio mayor» en el Monte del Templo que alberga lugares considerados sagrados para religiosos judíos y musulmanes.
El conflicto alcanza entónces ribetes de difícil resolución, al añadir elementos fundamentalistas al enfrentamiento étnico y político, a la brecha social, al abismo cultural entre Jerusalén y Al Quds.
En otros países, las franjas de confrontación urbana entre grupos de distinto origen y vocación están alejadas del centro de la capital. En Jerusalén, el conflicto tiene como escenario el corazón mismo de la ciudad. Si nos encontramos en la esquina de King David y Alrov, podemos tomar un té, hojeando libros, en el café-librería de un hermoso pasaje, camino al Muro de los Lamentos, a metros de a histórica Puerta de Yaffo, una de las entradas a la «otra Jerusalén».
Allí viven la mayoría de los 360.000 árabes que habitan el entorno jerolosimitano, lo que constituye el 25% del total de la población.
Un 80% de los árabes de Jerusalén viven por debajo del nivel de la pobreza, según reconoce el Instituto del Seguro Nacional israelí en su informe anual. Menos de la mitad de los niños acceden a la educación escolar regular, faltan más de mil aulas. Sólo diez jardines de infantes estatales abren sus puertas día a día en Jerusalén Oriental, lo que imposibilita el cumplimiento de la legislación israelí que asegura educación gratuita para todo niño desde los tres años.
Los niños, y principalmente muchos adolescentes árabes, por consiguiente, pasan el día en la calle. Su activa adhesión al islam radical y la agresión a los tranvías ligeros que unen las barriadas de este y oeste, tienen raíces en la ausencia de contención más que en una elaborada identificación grupal. La policía misma reconoce que los actos de violencia tienen «inspiración» yihadista, pero no siempre responden a una programación insurreccional.
Desde la anexión de Jerusalén Este, en 1967, un tercio del territorio de propiedad o residencia de árabes palestinos fué expropiado y destinado a la acelerada construcción de viviendas para ciudadanos israelíes, en tanto que el desarrollo urbano para los habitantes árabes se ve constantemente trabado por postergaciones supuestamente burocráticas.
Hablar de una Jerusalén unificada implica desconocer este triste cuadro de la situación.
Si el lector no me cree, puede preguntar por carta a algún vecino de Jerusalén Oriental. El problema es que allí hay únicamente ocho carteros para distribuir la correspondencia y probablemente la misiva llegue con atraso.
La reunificación de Jerusalén como señal de mesiánica Gueulá (redención), anunciada por el Rabino Goren, junto a los combatientes israelíes, en junio de 1967, a pocos minutos del ingreso al sector oriental - cuando se detuvo el ataque de los legionarios jordanos y se conquistó el Kotel, el Muro Occidental del Templo -, puede interpretarse como un deseo de milenaria tradición, pero, hoy por hoy, no se percibe en la cotidianeidad terrenal.