Como si los muchísimos motivos de tensión en todo Oriente Medio no fueran ya más que suficientes para mantener en vilo a toda la humanidad, y como si el daño que los fanatismos religiosos no fuera ya demasiado, Israel está a punto de sumarse a las fuerzas que promueven un retorno hacia las páginas más tristes de la historia de la humanidad.
Los sectores más conservadores y enceguecidos por la ortodoxia religiosa del judaísmo ultranacionalista se propusieron convertir al Estado de Israel en una especie de teocracia, despojarlo de los pilares sobre los que se sostiene cualquier estado moderno y dar carácter oficial a ominosas prácticas como la segregación racial, religiosa, étnica y cultural.
La existencia en Israel de grupos inspirados en las más dogmáticas interpretaciones del texto bíblico, en lo religioso y en el desprecio a los demás pueblos en lo cultural, solía ser una corriente muy marginal desde 1948, sin mayor poder de decisión en la vida política hebrea.
Algo cambió desde entonces, pues fue nada menos que el Gobierno de Netanyahu el que presentó un proyecto de ley para definir a Israel como «Estado-nación del pueblo judío», lo que equivale a colocar en un segundo plano al 25% de la población no judía de Israel.
Como es fácil suponer, tan gran salto atrás no podría realizarse sin causar muy vigorosas reacciones adversas. Y como no podía ser de otro modo, es desde la misma sociedad israelí que surgieron las primeras expresiones de protesta y sentaron las bases de una tenaz oposición.
Fue desde el mismo Ejecutivo donde comenzó a articularse la oposición encabezada por los ministros de Finanzas y Justicia, Yair Lapid y Tzipi Livni, respectivamente, y de inmediato comenzó a organizarse la resistencia en el Parlamento.
«Es un proyecto radical que lleva a la teocracia. Eso no va a ocurrir», dijo Livni con la esperanza de que, cuando llegue el momento de la votación, los sectores radicales queden en minoría.
A favor de esa posibilidad se destaca también la oposición del Fiscal General de Israel, Yehuda Weinstein, quien se negó a avalar el proyecto de ley por considerar que es incompatible con textos básicos como la Declaración de Independencia, documento que en Israel hace las veces de Constitución.
«Es un ataque a la naturaleza democrática de Israel», afirmó, por lo que no sería posible que la acepte la Corte Suprema.
La crítica más fuerte llegó en palabras del president Reuvén Rivlin. «La ley pone en duda la legitimidad del sionismo. Si sólo después de 66 años de Independencia y reconocimiento internacional necesitamos de una ley así, ¿qué estuvimos haciendo todo este tiempo?», argumentó
Fuera del escenario político, las más importantes instituciones de la sociedad civil también están dispuestas a actuar. Es el caso de la Asociación por los Derechos Civiles de Israel, que considera que el proyecto de ley violará derechos básicos de las personas y podría llevar a que se ubique físicamente a la gente en función de su credo o su nacionalidad.
Será crucial la confrontación de fuerzas políticas, ideológicas y religiosas que tendrá lugar en Israel durante las próximas semanas. Del desenlace depende que Israel contribuya a la preservación de los pilares de la civilización moderna o que las fuerzas reaccionarias sumen nuevos triunfos en su afán de conducirnos de nuevo al gueto.