Luego del letargo de invierno, los montes y valles de Judea han despertado a finales de febrero con una imagen que cautivó tanto a los ciudadanos de la región mesopotámica y persa, como a las modernas ciudades de hoy, el florecer de los almendros.
Jerusalén, sus montes y valles se han cubierto de flores y perfumes de este árbol admirado desde la antigüedad.
Su figura ligada a pasajes bíblicos como la vara de Aarón, debido a su belleza, fue tomada como modelo para hacer las copas de los brazos del candelabro del Tabernáculo descrito en Éxodo 25:33.
Las primeras civilizaciones en Oriente Medio llamaban a las shquediot (almendros, en hebreo), las reinas de las rosas, pero las valoraban también por las propiedades alimenticias y medicinales de sus frutos y flores; lo que ha confirmado la medicina actual.
Los fenicios llevaron la almendra al Mediterráneo y de allí se dispersó por Europa.
Los estudios de hoy le atribuyen proteínas, grasas, hidratos de carbono, celulosa, agua, calcio, fósforo, hierro, potasio, magnesio, azufre, cobre, zinc, así como vitaminas B1, B2, A, D y E.
La medicina tradicional y botánica recomienda su consumo para mejorar la salud cardiovascular y fortalecer sistemas varios como la visión.
Ello recuerda el versículo de la Biblia en el Libro de Jeremías 1:12, cuando Dios pregunta: «¿Qué ves tu Jeremías?»; a lo que el profeta responde: «Veo una vara de almendro».
Entonces Dios agrega: «Bien has visto; porque yo apresuro mi palabra para ponerla por obra».