8:30 - Seis semanas de dieta y no he bajado de peso lo necesario para usar el vestido que quería ponerme para el evento diplomático de hoy. De malas y tirada en la cama trato de cerrarme el pantalón. «Si se bota el botón me pegaré un tiro» pienso mientras voy exhalando tratando de meter la panza al mismo tiempo.
Miro desde la ventana del café hacia el fondo de la calle por donde debo caminar para llegar a tiempo al hotel donde será la recepción.
Se supone que tengo que llegar con anticipación para no perderme la entrada de los embajadores pero no puedo empezar el día sin cafeína.
Calculo el tiempo tomando sorbo por sorbo el café mientras me imagino, emocionada, cruzando la puerta del Hotel King David.
Con las expectativas fuera de control me encamino al hotel. Me gustaría sentirme guapa, justamente hoy, pero me cubro las inseguridades con la blusa holgada y espero que nadie note esos diez kilos que cargo con más y menos culpa dependiendo del strech de los pantalones.
10:30 - Después de una entrada anticlimática, paseo por el foyer del hotel; entre copas de vino y canapés, voy haciendo los retratos necesarios.
Mi lente se va metiendo poco a poco entre la gente trajeada, impecable, que discute sobre acontecimientos de la región, pronósticos de guerra y el uso de armas tan destructivas que es imprevisible el daño que causarán a largo plazo.
Los muertos, los miles de muertos en la guerra de la región se cuentan en las bocas de personas que, lejos de las batallas, informan a sus pares del acontecer diario, con la distancia terrible que sigue sus palabras, susurran de planes y firmas de convenios.
«La diplomacia es un espacio reservado para el diálogo entre Estados», me dijo alguna vez un embajador irritado por la presencia de una fotógrafa en una recepción como ésta.
Y es cierto, los Estados hablan en privado, mientras los pueblos pelean y las atrocidades de aquellas guerras llegan pocas veces a tocar a las puertas del King David.
19:00 - Cocino casi al borde de las lágrimas otra cena de zanahorias con coliflor cuando las alarmas de guerra empiezan a sonar: un simulacro anunciado desde hace días que de todas formas me agarra por sorpresa.
Los simulacros ayudan a la gente a saber lo que deben hacer y por tanto sentir que tienen control en circunstancias peligrosas.
Las sirenas suenan y yo quito la comida del fuego. Sin duda, las peores guerras son aquellas que vivimos con nosotros mismos, en la eterna pelea mezquina de la reafirmación.
Los conflictos se esparcen y siembran amenazas que como campos minados se van haciendo de tierras y pueblos.
No hay cómo saber si es sólo por ahora o si nos estamos inundando de inseguridades imposibles de ocultar a los demás.
Repensarnos como dieta parece lo más prudente.