Viernes: Cuatro tiros en la noche
A minutos de meterme a la cama, pijama puesto y una película cargado en la computadora, se desata Troya en la calle. Los hombres corren colina arriba mientras las mujeres salen a gritarle a los hijos que se metan inmediatamente.
Me aviento una sudadera encima y salgo a averiguar que pasa, pero la vecina me advierte que «hay violencia» al mismo tiempo que cierra el pequeño portón de acceso a nuestro edificio.
Volteo y veo que las demás vecinas están cerrando las puertas de metal que comunican, a manera de callejones, los edificios de la cuadra.
¡Colonos! se gritan unos a otros en la calle. En cuestión de segundos el contenedor de basura ha sido arrastrado hacia el medio de la calle deteniendo el tráfico.
El ruido es ensordecedor; los conductores están pegados a las bocinas, los muchachos se gritan, los curiosos toman lugar y estiran el cuello para ver lo que sucede al tiempo que van informando a los que no llegan a ver.
De la nada, cuatro tiros al aire seguidos de dos segundos de absoluto silencio.
Entonces se desata el caos, se escuchan vidrios romperse contra el pavimento, las piedras vuelan por el aire y se estrellan en autos o muros.
Las alarmas de la policía resuenan en el fondo, el altavoz del ejército comienza a dar órdenes, los sonidos se suspenden en el tiempo, parecen inamovibles.
Mientras tanto el contenedor de basura, que ahora arde en llamas, suelta un humo negro y un olor terrible.
A cien metros de mi ventana, un grupo de colonos se instala en unos departamentos nuevos.
El camión de mudanzas está rodeado de hombres armados que llevan los muebles hacia el interior de las casas; alrededor de ellos, soldados evitan que se enfrenten los hombres de la comunidad con los colonos.
Dos soldados lanzan gases para dispersar a la gente, las balas de látex que son disparadas por otro grupo de soldados que avanza en formación hacia los contenedores haciendo correr a jóvenes y viejos buscando refugio.
Todo sucede tan rápido.
Una hora después todo ha regresado a la calma pero se siente el aire pesado, una tensión que engloba miedo y confusión.
El camión de mudanzas se ha ido y los soldados han regresado a su base, pero las chicas adolescentes que usualmente salen a chismear a los patios no han salido hoy; se escuchan los televisores en las las casas sintonizando las noticias.
Junto a mi ventana miro las luces que se encienden en los departamentos recién habitados; nos separa una calle, cien metros, una carrera, una nada.
Sábado: Afuera el verano
La arena se levanta con el aire caliente, remolinos llevan consigo el olor a té de menta que emana de las cocinas. Supongo que es un día festivo o especial porque hay gente comprando enormes cantidades de comida en las tiendas y las familias se están organizando para cenar todos juntos.
De pronto caigo en cuenta de que estoy sola. Ahí, a la mitad de la tienda de productos de limpieza, entiendo que estoy sola. La sensación no es práctica, no responde a la ausencia de personas, sino que hace tiempo - no sé cuánto - no me siento parte de algo.
Tomo de mi bolso la cartera, cuento el dinero para pagar mi compra cuando veo que una mujer mayor me observa desde el mostrador donde su hijo atiende la caja registradora.
La mujer me pregunta si ya he votado por el Arab Idol, apuntando hacia el televisor donde comienza la trasmision del programa. Respondo que no he votado y la señora toma mi teléfono de mi mano y marca el código para que yo mande mi voto al programa para votar por el muchacho, que es «nuestro cantante de Palestina».
- Ya le he dicho a todas mis sobrinas que manden su voto y ahora el tuyo - me dice con una gran sonrisa. Le confieso con pena que lo único que sé del concurso es lo que he leído en los periódicos pero que nunca he escuchado al muchacho cantar.
Me llevo la compra a casa y miro el teléfono con la tremenda sorpresa de haber dejado la sensación de soledad en las repisas de la tienda, al menos por esa noche.
Prendo la tele y me muerdo las uñas esperando que nombren a Mohammad Assaf ganador. El anuncio llega y afuera la ciudad revienta.
Familias enteras salen a celebrar entre cantos y gritos la victoria del cantante de Gaza. Los autos dan vueltas ondeando banderas de Palestina mientras tiros celebratorios y fuegos artificiales explotan y ahogan momentáneamente el ruido de los motores.
Las vecinas tocan a mi puerta y me llevan con ellas a la calle. Cuando me ven confundida y sin saber qué hacer conmigo misma, me ponen a uno de los pequeños en brazos.
Miro hacia el otro lado de la calle, en la ventana de los departamentos nuevos hay una sombra que observa, ajena.
Esta noche la fiesta es para quienes celebran ser parte, aunque sea diminuta, de una victoria que en otros espacios no se logra y parece tan remota.
La sombra al otro lado de la calle desaparece, por cien metros, por una frontera, por una nada.