Ayer, César Isella resucitó cantando en el teatro Givataim, en medio de Israel, y luego, en mi coche, volviendo a casa, escuchaba un CD de Baremboim, Mederos y Console con un título especial: «Mi Buenos Aires querido». La guitarra, como hace 53 años atrás, sigue a mi lado; tanto ella como yo nacimos allí.
Voy a aprovechar mi segundo encuentro con Isella en Israel para decirle adiós a Buenos Aires; tal vez a modo de terapia o despedida. Puede que la vuelva a ver, pero ya no será mi Buenos Aires. Entre Isella y el CD me quedo con César.
Todavía bajo los efectos de la nostalgiosa noche en Givataim voy despedirme de mi Buenos Aires; no de aquél que uno carga siempre en las postales; mi Buenos Aires no figuraba en ningún medio publicitario. El de las postales era el Buenos Aires cíclope, semental, demoledor, impresionante, turístico, luminoso por fuera, enceguecedor, envuelto en un paquete con mo?o y que nunca dueme.
Mi Buenos Aires dormía, era real, y como todo lo real, se cansaba.
En las postales turísticas no aparecen las villas miserias, la Isla Maciel, Lomas, Balbanera, Barracas, los mendigos del subte, las medialunas frescas, el diariero gritando a viva voz, el olor de asado a la parrilla que emanaba de las obras en construcción al mediodía, mi escuela primaria transformada años después en playa de estacionamiento o en supermercado; no están Caseros, Parque Patricios, Villa Crespo, Caballito o Nazca y Gaona, no se ven calles adoquinadas o macetas con malvones ni pibas con delantales blancos a las cuales seguíamos de cerca a la salida del cole sin saber por que caminos.
Mi Buenos Aires eran las rabonas a la escuela para descubrir qué hay más allá de los libros de estudio y que nadie se preocupaba de ense?arnos; íbamos a aprender la verdadera vida fuera del aula mientras adentro seguían aplazándonos en taquigrafía.
Mi Buenos Aires son los tranvías a las siete de la ma?ana, cuando el frío entraba por los más delgados bolsillos; es el vapor exhalado con el cual nos calentábamos las manos en los recreos; era caminar por Florida cuando ya todos los negocios estaban cerrados y todas las vidrieras iluminadas; quedarse con el vale de la pizza para comerse otra porción; envidiar a mi profesor de guitarra - que había escapado de España - por la forma en que hacía bailar sus dedos sobre el diapasón; armar barullo en el cine Atlantic, al lado del mercado de Monserrat, o en las escaleras de casa jugando al llanero solitario, que ayer, como Isella, se volvió a estrenar.
Buenos Aires eran domingos con la televisión encendida todo el día y las milanesas a la napolitana recalentadas; eran los almuerzos familiares en El Toboso de Callao y Corrientes o en el Palacio de la Papa Frita - cuando había guita - y caminar con la panza llena hasta el cine Los Ángeles, o Metropolitán, o Libertador para ver si daban «alguna película para chicos».
Buenos Aires es haberme quedado profundamente dormido, acurrucado en el tapado de piel de la vieja, viendo Miguel Strogoff, o esperar ansiosamente los lunes para leer las crónicas de Diego Lucero en Clarín.
Mi Buenos Aires eran Tía Vicenta, El Gráfico y Goles en la peluquería de Simón, las figazas en la panadería de Paco, el bifacho en lo de de Do?a Carmen, los pescados de Pascual, las verduras de Manolo, los pollos degollados y desplumados por Inés, los remedios de la farmacia de Emilio y el almacén de Daniel frente al Centro de Almaceneros.
Buenos Aires era jugar al fútbol en los interminables pastos de Nu?ez con todos los pibes de la familia, «un poco lejos», para que nuestros mayores puedan tomar mate, charlar libremente y planificar la mejor forma de joderse más la vida.
Buenos Aires eran los especiales de crudo y queso en lo de Marcial, los pebetes del bufett de Hebraica, los cubanitos a la salida de la escuela y el pan pagado a la cooperadora.
Buenos Aires fueron el Kinder del Peretz, el Bialik de Aguirre, el Templo de Libertad, el «ambiente» de Hebraica, el ken de Hashomer, la pizzería Serafín, los helados de Zanettín, viajar colgado de un tren sólo para sentir vértigo o para no pagar boleto.
Buenos Aires era mirar de reojo el escote de las minas en el subte, piropearlas en los colectivos, entrar de colado a las películas para mayores y so?ar con las chicas de Divito.
Mi Buenos Aires era andar de la mano con las pibas por callejuelas oscuras para besarnos «sólo hasta el cuello»; era, gracias a Rivero y a Los Fronterizos, saberse de memoria una infinidad de tangos y canciones folklóricas para «impresionarlas».
Buenos Aires era también el copetín obligado de los viernes al mediodía en el bar de la esquina de Alsina y Sáenz Pe?a haciendo la polla ilegal de los partidos del domingo; era joder a todo el mundo por teléfono; buscar la aventura más insólita que podía estar a la vuelta de cualquier esquina.
Buenos Aires fueron la epidemia de polio, el entierro de Evita y la revolución fusiladora del 55, cuando de repente me di cuenta que las guerras no son sólo hechos que figuran en los manuales de estudio; era ver los aviones bombardeando Plaza de Mayo y oír retumbar las ametralladoras al lado del Departamento de Policía; era también ver pasar a los tanques triturando el asfalto de mi calle Moreno y tirarles paquetes de cigarrillos a los pobres milicos del interior.
Buenos Aires empezaba en casa cualquier día y terminaba lejos de allí por cualquier causa.
Buenos Aires era irme al cementerio de Liniers a ponerle flores a la tumba de mi tío cuando aún no entendía de qué se trataba la muerte; era salir a caminar en Navidad por Corrientes cuando no había ni un alma, sólo para verla desierta; era ver la salida del sol en la Costanera después de los «asaltos» o boludear alrededor del Obelisco cada vez que terminaba un a?o escolar.
Buenos Aires era no entender políticamente nada a pesar de leer casi todos los diarios y frecuentar constantemente las librerías abiertas hasta las cuatro de la madrugada.
Buenos Aires eran los libros de la colección Robin Hood o los programas radiales de Tarzán, Poncho Negro y Sandokán, que luego se hicieron visuales con Cisco Kid, La patrulla del camino, Los Intocables y Ruta 66.
Mi Buenos Aires era tratar de ser fuerte como Karadagián, lindo como Alfredo Alcón, famoso como Gardel, leal como Paturuzú y pulcro como Sarmiento.
Mi Buenos Aires eran cién mil cosas más que no figuraban en los libros de geografía ni en los folletos de la Central de Turismo ni en los poemas de Borges ni en las crónicas de Dalmiro Sáenz.
Mi Buenos Aires era ir caminando dos veces por semana desde Moreno y 9 de Julio, donde vivía, hasta Radio el Mundo, para ver cantar a César Isella y Los Fronterizos vestidos de gauchos, cuando ellos, como yo, todavía soñaban.
Con Los Fronterizos, además de canciones, aprendimos, entre muchas otras cosas, la verdadera historia argentina. Cuando en la escuela nos obligaban a creer que «la bandera argentina no fue atada jamás al carro triunfal de ningún vencedor de la tierra», venían Isella, Moreno, López y Madero para contarnos sobre Felipe Varela, el Chacho Peñaloza, el Pelayo Alarcón o Facundo Quiroga, para recordarnos que esa misma bandera sirvió para asesinarlos cruelmente por haberse negado a decir amén a quienes controlaban el puerto porteño.
No es problema despedirme de mi Buenos Aires con Isella en Givataim; ni siquiera fué problema dejarlo porque es solo mío y está siempre allí, donde ni yo ni nadie puede volver a encontrarlo. Lo máximo que podré decir algún día, esbosando una tierna lágrima, será: ¿te acordás? y nada más; un recuerdo, un suspiro, un muelle con un barco a punto de zarpar hacia Oriente Medio y una partida para el resto de vida.
Mi Buenos Aires es a veces, gracias a creadores como César Isella, mi refugio; lo importante es aceptar que en la vida no se puede ser un eterno refugiado.
¡Chau Isella! ¡Chau Buenos Aires! ¡Chán Chán!
«Si yo me voy, conmigo irá todo lo que soy;
lejos de mi, lejos de aquí, yo no seré yo...»
(César Isella - A.T.Gómez; «Fuego en Animaná»)