Veintiocho grados y el ambiente sin aire. Los pocos árboles de la calle ni siquiera mueven sus hojas. La gente camina por las calles como si impulsados por ondas de calor; llevan ropa ligera, pero en general sigue siendo todo muy modesto; en vez de shorts sexys en las chicas, la mayoría usa faldas vaporosas que cubren al menos hasta las rodillas.
Me trenzo el cabello por última vez, habiendo decidido no pasar ni un día más con dolores de cabeza por tener el cabello largo y tan pesado.
Shabat en busca de un salón
A última hora me doy cuenta de que es viernes por la tarde y los negocios en Jerusalén comienzan a cerrar sus puertas. De un lado porque comienza el shabat y del otro por las oraciones del viernes de Ramadán, así que tendré que esperar hasta otro día o encontrar inmediatamente un salón abierto. Resignada, compro una limonada con menta antes de cruzar por la Ciudad Vieja hacia el este de Jerusalén, tengo mucha sed y el sol es infame a medio dia.
Por ir peleando con mi bebida, tratando de succionar las hojas de menta por el popote, doy vuelta en una calle equivocada que en vez de llevarme a la parada de autobús me lleva directo hacia el barrio ultraortodoxo de Mea Shearim. Entrar allí es como verse de repente en alguna ciudad de Europa Oriental tras alguna de sus muchas guerras, con sus callejones diminutos, las casas apiladas y los negocios de artefactos impensables, pasados de época.
Los tendederos cuelgan sábanas blancas recién lavadas; unas sobre otras hacen un techo que se extiende hasta donde alcanza la vista, doblándose con los edificios y las ventanas a desnivel.
Sola y angustiada leo los letreros que a distancia, con letras enormes, advierten a las mujeres que deben estar vestidas modestamente y que no habrá tolerancia para aquéllas que ignoren esta regla. Me reviso para asegurrame de estar apropiadamente, cubro mi cuello y brazos con una chalina y busco a alguna mujer a quien pedirle ayuda para orientarme. Hay niños en la calle y varios hombres pero ninguna mujer. Camino entonces hacia los letreros esperando que alguien se dé cuenta de que estoy perdida.
Las imágenes en los posters montados sobre las paredes muestran a niños ultraortodoxos siendo perseguidos por soldados, como aquellas ilustraciones de Caperucita Roja y el Lobo Feroz en los libros infantiles. El gobierno quiere reclutar a los jóvenes ultraortodoxos para servir en el ejército y así distribuir de manera igualitaria «la carga» que significa ser israelí en éstos tiempos de incertidumbre. Los ultraortodoxos, sin embargo, tienen muy claro que el reclutamiento viene de un Estado cuya legitimidad no reconocen ni apoyan; un lobo feroz que amenaza sus comunidades y creencias. Una pesadilla.
Al otro lado de la calle un grupo de cuatro hombres mayores me observa y se acerca hacia donde estoy. Aterrada, bajo la vista y trato de cubrirme lo más posible con la chalina pues he sabido de casos en que a foráneos les apedrean por traspasar los espacios sabidamente prohibidos.
- Qué haces aquí? - me pregunta uno de ellos en perfecto inglés.
- Estoy perdida, busco la parada del autobús - respondo sin mirarles.
El hombre se para en la mitad de la calle y me muestra, extendiendo el brazo, la dirección en que debo caminar, y cuenta las cuadras que tengo que recorrer. Dos manzanas y una vuelta.
Agradezco profusamente y me voy en la dirección indicada, sorprendida de lo cerca que estaba, sorprendida de que en cuatro cuadras la realidad sea tan diferente y que haya pasado tanto miedo.
Traspasar barreras culturales es siempre un riesgo, pero me queda una sensación de alivio al ver que quedan, hasta en los espacios más inesperados, gestos de solidaridad.
Editar historias y espacios
En casa, con la puerta abierta para que entre el aire, preparo las imágenes que irán en una pequeña exposición en una galería local.
Editar con cuidado cómo se mostrarán las fotografías es una tarea que toma muchas horas, la historia se va contando en tamaños y luces, pensando en cómo las personas se aproximarán a las imágenes.
Consecuentemente las paredes de mi casa están llenas de impresiones corrientes de mis propias fotos, con apuntes en colores, algunas dobladas, algunas pegadas sobre cartones más grandes para simular marcos.
En pleno proceso creativo me quedo sin café, salgo apenas con la cartera y las llaves en la mano. Ni dos minutos bajo el sol, siento que me revienta la cabeza, el cabello largo y ondulado baja por mi espalda caliente como cobija eléctrica en pleno verano.
Levanto la cara y veo un anuncio con una cara de mujer y unas tijeras. Asumo que es un salón y comienzo a buscar un teléfono en el letrero o en alguna puerta cercana. Un hombre en la calle me pregunta si busco a Maha y apunta hacia el anuncio, a lo que respondo que sí y lo sigo hasta la entrada del edificio donde intercambia gritos con varias mujeres. Finalmente me indica que suba por las escaleras hasta el último piso donde me espera Maha, una mujer en sus cuarentas, descalza y cubierta con un hijab de casa.
El salón de belleza está oculto, sin ventanas hacia la calle ni grandes cristales, con el espejo adornado por citas del Corán y un canal religioso sintonizado en la TV.
Maha me hace sentar y las dos nos disculpamos por no hablar bien el idioma de la otra, «pero nos entenderemos», me asegura mientras se quita el hijab y arregla su maquillaje en el espejo. Cuando le explico que mi cabello es ya una molestia, ella toma sin miramientos las tijeras y mi larga coleta al tiempo que dice «say goodbye, you don't need!».
Con cataratas que le amenazan los ojos, Maha me cuenta que es divorciada desde hace diez años mientras me corta pedazos de cabello que caen al piso por montones. Me pregunta si soy casada y cuando respondo que no, detiene el tijereteo, me mira en el reflejo del espejo y sonríe. «You don't need!», exclama abriendo los brazos, mostrando ese espacio suyo, donde se gana la vida por su cuenta. Algún día vendrá un amor, dice, Inshallah tendré bebés. Cuando le pregunto si ella tiene hijos, me responde que «ya no». En el último piso del edificio en el tope del Monte de los Olivos, el periquito de Maha canta mientras ella me cuenta de esas cosas de las cuales sólo se habla en las cocinas, en las salas y bajo las secadoras.
Regreso a casa pelona, sin dinero y sin café. En mis paredes las historias van apareciendo con la cadencia de los cantos de la mezquita y las campanadas de la iglesia que van y vienen mezcladas con las horas de rezo. El agua hierve en la estufa, mientras limpio las hojas de menta mirando mi trabajo y este espacio que ocupa ahora toda mi vida. Los vecinos rompen el ayuno y yo, buscando la tarjeta que intercambié con cierto camarógrafo, decido no ir sola a mi propia exposición de fotos.
Suena el teléfono.
- ¿Aló?