Se puede amar u odiar a Binyamín Netanyahu, pero no dudar de su éxito. Desde su retorno al poder, Israel ha disfrutado de relativa calma en materia de seguridad, crecimiento económico y una clase de estabilidad política desconocida para la última generación.
La gente prefiere el estancamiento diplomático y la restricción en materia de seguridad, adoptados por Netanyahu, a la política de su predecesor, Ehud Olmert, que combinaba la audacia diplomática con el aventurerismo militar. Los israelíes aman el status quo y prefieren no verse molestados por guerras o iniciativas de paz. La pasividad de Bibi les viene más que bien.
En materia de política exterior, Netanyahu ha demostrado ser un diplomático exitoso que sabe cómo aprovechar las crisis transformándolas en oportunidades. Sacó ventaja de las dificultades políticas que tuvo el presidente de EE.UU, Barack Obama, para poner término a la moratoria en la construcción de asentamientos, con lo cual logró evitar una iniciativa de paz estadounidense. La evaluación que había hecho acerca de su capacidad para presionar al mandatario con ayuda del Congreso y de la comunidad judía norteamericana ha probado ser correcta. Los actuales esfuerzos realizados por Obama persiguen el objetivo de lograr su reelección para un segundo mandato, y por ello, no duda en prodigar con generosidad sus declaraciones de amor por Israel, a pesar de que no soporta ni a Bibi ni a sus políticas.
Cuando Turquía enfrentó a Israel en relación a la crisis de la flotilla, Netanyahu se apresuró a formar una alianza estratégica con Grecia. Cuando las relaciones entre Ánkara y Damasco se tornaron inestables y Grecia se vio al borde del colapso financiero, Netanyahu terminó acercándose una vez más al primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogán.
Utilizó el acuerdo de reconciliación entre Al Fatah y Hamás para quitarse de encima la presión internacional en favor de las concesiones a los palestinos, y de ese modo logró preservar su libertad de acción. Ahora está luchando contra la iniciativa del presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbás, que busca obtener el reconocimiento de un Estado palestino. La sesión de la Asamblea General de la ONU en septiembre todavía está muy lejos, pero Abbás muestra ya algunos signos de debilidad y su determinación de seguir adelante con su plan parece vacilar.
Las revoluciones en el mundo árabe sólo reforzaron más la posición estratégica de Israel. EE.UU y sus socios europeos han perdido a sus aliados en la región. Los regímenes árabes están desmoronándose, o bien, luchan por sobrevivir, e Israel ha quedado como la única isla de estabilidad y apoyo incondicional a Occidente.
Irán continúa su programa nuclear pero no es ajeno al desgarramiento político provocado por las luchas internas, y se le hace cada vez más difícil mantener el poder de su cliente sirio, Bashar al-Assad. No existe una presión real sobre Netanyahu que lo obligue a lanzar precipitadamente un ataque preventivo contra Irán, pero tampoco hay quien vaya a detenerlo en caso de que decida enviar a la fuerza aérea sobre Natanz, Bushehr y Qom.
Bajo estas circunstancias, no es de extrañar que Netanyahu parezca satisfecho de sí mismo, haciendo caso omiso de las advertencias del ministro de Defensa, Ehud Barak, y del presidente Shimón Peres, entusiastas partidarios suyos de antaño, quienes ahora se dedican a predecir un "tsunami diplomático" y "un violento choque contra el muro de la realidad". En lugar de escucharlos, Bibi está ocupado celebrando su "victoria sobre Obama" con sus amigos de la extrema derecha, e incluso disfruta de los elogios del ministro de Exteriores, Avigdor Liberman.
El problema es que las posiciones asumidas por Netanyahu resultan divergentes de las que sostienen los miembros de su coalición, la cual está girando descontroladamente hacia la derecha. Sus declaraciones a favor de un Estado palestino no son tolerables para sus socios, quienes actualmente están exigiendo la anexión de Cisjordania por parte de Israel. Su afirmación en la reunión de gabinete expresando su deseo de separarse de los palestinos y de conservar una sólida mayoría judía dentro de las futuras fronteras de Israel, está más cerca de las posiciones de Olmert que de las de los ministros Uzi Landau o Limor Livnat, quienes discutieron con él acaloradamente sobre la amenaza demográfica.
Si Bibi cree en la división del territorio, tal como lo ha afirmado ante el Congreso de EE.UU, la Knéset y el gabinete, entonces necesita cambiar de socios políticos. No hay otra manera de hacer realidad su enfoque, el cual cuenta con el apoyo de la mayoría. La líder de la oposición, Tzipi Livni, deberá ser puesta en el inisterio de Exteriores en remplazo de Liberman para que puedan reanudarse las negociaciones con los palestinos, y de ese modo el mundo podrá confiar en la seriedad con la que obra Israel, desechando la creencia de que sólo se preocupa por inventar excusas para continuar con la ocupación y la expansión de los asentamientos.
No existe mayor amenaza para la habilidad política que la embriaguez que provoca el éxito. No otra cosa ha determinado la caída de algunos de los más grandes líderes de la historia, y es ahora lo que amenaza a Netanyahu.
Si continúa su danza con Liberman y los rabinos mesiánicos nacionalistas, forzará a los palestinos a desencadenar una tercera Intifada, haciendo realidad los graves pronósticos del ministro y del presidente. Para demostrar que Barak y Peres se equivocan, Netanyahu debe ser capaz de configurar un gobierno diferente.
Fuente: Haaretz - 26.6.11
Traducción: www.argentina.co.il