Binyamín Netanyahu no puede controlar la demografía, pero puede centrarse en la integración de los árabes y los ultra-ortodoxos en el mercado laboral en lugar de perder su tiempo en discusiones con Barack Obama.
Pero en su condición de estadista práctico, Begin supo distinguir entre la consideración por el pasado y la preocupación por el futuro. En las conversaciones de paz con Egipto, no perdió el tiempo en discusiones sin sentido sobre la cuestión de quién había sido el agresor y quién la víctima durante décadas de conflicto. El acuerdo de paz que firmó con Anwar Sadat se centró en el futuro, no el pasado: Se determinaron fronteras, medidas de seguridad y mecanismos de normalización.
Begin comprendió que, a fin de no descuidar el futuro, era necesario cerrar los archivos del pasado y establecer prioridades. Optó por logar una calma en el frente egipcio con el objetivo de centrarse en lo que consideraba más importante: la construcción de asentamientos en Cisjordania y poner fin a la dominación del Partido Laborista sobre la sociedad y la economía.
Itzjak Rabin actuó de manera similar. Sus acuerdos con Yasser Arafat no tenían la intención de “hacer justicia con los palestinos” o de decidir quién llegó aquí primero, nosotros o ellos, sino sofocar las llamas del exterior con el fin de fortalecer al país desde dentro. Rabin se propuso utilizar la energía y los recursos, que los gobiernos anteriores habían dedicado al conflicto, para reformar el sistema educativo, reconstruir las infraestructuras en ruinas, recibir a los inmigrantes rusos e integrar a los ciudadanos árabes de Israel.
El fracaso del Proceso de Oslo y el desprecio acumulado sobre aquélla visión de un nuevo Oriente Medio de Shimón Peres, evitó que los políticos israelíes miraran hacia el futuro. ¿Por qué hacer promesas y correr el riesgo de desilusionarnos si somos capaces de recurrir incansablemente al pasado y vivir sólo el presente?
Esta semana escuché entrevistas radiales con los ministros del gabinete, Uzi Landau y Benny Begin, en las cuales explicaban su oposición al congelamiento en la construcción de asentamientos. Se oían 15 años más jóvenes, prolongando la lucha en contra “del cáncer de Oslo y sus sucesores” (Landau) y los discursos de los líderes de la Organización para la Liberación de Palestina (Begin), como si Rabin y Peres aún continuaran en el poder y las jóvenes promesas del Likud siguieran agitando pancartas en contra de ellos en las plazas de la ciudad y en las principales intersercciones de carreteras.
El primer ministro, Binyamín Netanyahu, no se muestra diferente. A día de hoy, todavía tiene que explicar al público porqué decidió apoyar la solución de “dos estados para dos pueblos” y suspender la construcción en los asentamientos. Ambas medidas parecen haber sido nada más que un esfuerzo por quitarse la molestia de Barack Obama de su espalda y, de ese modo, ganar más tiempo en el poder.
La visión que Bibi tiene del futuro del país se centra en la reforma de la Ley de Planificación y Construcción, que sin duda le interesa como arquitecto y tiene enorme importancia para los constructores, contratistas y agentes de bienes raíces que se enriquecen con ella, pero que no influye para nada en los problemas fundamentales de Israel. Y el ministro de Defensa, Ehud Barak, un asesor clave de Netanyahu, quien se ve a si mismo como el representante autorizado de los intereses nacionales, se centra en la adquisición de más aviones para la Fuerza Aérea y en el reciclaje de las viejas críticas sobre el fracaso de la izquierda.
Netanyahu y Barak, Begin y Landau, están tan sumidos en su estrecho mundo, en su deseo de demostrar que ellos tienen la razón y no sus oponentes, que ignoran imprudentemente el principal desafío que enfrenta hoy Israel: el cambio demográfico que ciertamente habrá de producirse durante la próxima década en esta nación compuesta de tres tribus: los ultra-ortodoxos, los árabes y un conjunto cada vez más estrecho donde cabe el resto de nosotros. Para ellos, acallar el frente externo resulta vital; no para determinar lo que realmente ocurrió en 1948 - la independencia o la nakba - sino para liberar la visión del pueblo de Israel, de cara al futuro.
En lugar de darle vueltas a la tontería de la moratoria en los asentamientos por 60 o 90 días, nuestros líderes deben crear las adecuadas condiciones sociales y económicas para lograr que todo aquél conjunto donde cabe “el resto de nosotros”, y los que trabajan y sirven en el ejército, permanezcan y continúen construyendo y desarrollando el Estado. La definición de la frontera con los palestinos es algo esencial, tal como lo fue la definición de la frontera con Egipto, ciertamente, no con el fin de acallar al fastidioso de Washington, sino más bien para reparar nuestra tambaleante casa.
El primer ministro no puede controlar la demografía. Pero en vez de perder el tiempo compitiendo y midiendo argumentos con Obama, puede y debe establecer el orden correcto de prioridades, aquella que se centre en la integración de los árabes y los ultra-ortodoxos en el mercado laboral, en el crecimiento económico y en la creación de un denominador común nacional.
Pero, ¿a quién le importa el futuro cuando pueden suavizarse un poco más las órdenes de la Casa Blanca y así ganar otra hora de construcción en Elón Moreh y en Itamar?
Fuente: Haaretz - 19.11.10
Traducción: www.argentina.co.il