Estimados,
«Sepa toda madre hebrea que entrega el destino de su hijo en manos de un Ejército merecedor de recibirlo en sus filas», afirmó en una oportunidad el entonces primer ministro David Ben Gurión. ¿A qué se refería realmente?
Quienes una vez combatimos en las Fuerzas de Defensa de Israel ((FDI), y que ahora, como padres y abuelos, mandamos a nuestro hijos y nietos a servir en ellas, hicimos un pacto no escrito con el Estado judío, un pacto que representa, a mis ojos, el fundamento central de las bases de la existencia de una sociedad sana que demuestra valentía y no permite a sus líderes abandonar a sus soldados.
Es por ello que nuestro dirigentes no pueden darse el lujo de menospreciar nuestros valores; valores escritos con sangre de guerras, con sangre de nuestros soldados, con sangre de nuestros hijos que se convirtieron en hito en una sociedad resistente; valores que conllevan condiciones básicas del motivo de nuestra existencia aquí como pueblo; valores que superan dilemas, divergencias y enojos.
¿Por qué escribo ésto? Porque hace apenas una semana, en vísperas de este Año Nuevo judío y de Yom Kipur, y luego de 50 días de sangrientos combates contra Hamás en Gaza, sentí vergüerza y consternación al leer una carta pública enviada al primer ministro, Binyamín Netanyahu, al ministro de Defensa, Moshé Yaalón, y al jefe del Estado Mayor, Benny Gantz, por jóvenes soldados de las FDI, quienes una vez acabadas las hostilidades, decidieron no callar más y dar a conocer su frustración ante el Estado que por un lado los llama a sacrificar sus vidas por él, y por otro, los abandona cuando vuelve la calma y ellos se ven obligados a pasar hambre junto a sus familias.
En los fines de semana, cuando la mayoría sale de sus bases para descansar en compañía de familiares y amigos, cientos de estas y estos firmantes prefieren permanecer en los cuarteles, que les garantizan tres comidas diarias, en lugar de ir a sus casas y ser una carga más para sus padres que no tienen lo que darles de comer.
Es así como en el Israel del siglo XXI, mientras aumenta cada vez más el presupuesto de seguridad, pueden pasar varios meses sin que jóvenes reclutas se encuentren con sus familias ni que éstas viajen hasta las bases a visitarlos durante los fines de semana en los que se quedan en estado de alerta.
Lo que parecía increíble sucede ante nuestra apatía aquí y el silencio de nuestros hermanos en la diáspora, que siempre encuentran los adjetivos más apropiados para convencernos - y autoconvercerse hasta el cansancio - de que fuimos, somos y seremos los mejores.
Pero ahí no acaba la cuestión. Israel es el Estado más podersos de Oriente Medio. Es la única democracia de la región, un centro de creatividad, alta tecnología y emprendimientos. La mayoría de sus ciudadanos están unidos en apoyo a sus soldados.
Sin embargo, aunque gana las batallas, pierde en la guerra por la opinión pública. Eso importa porque se trata de un país cosmopolita que mira hacia sus aliados - que nos son muchos - en busca de seguridad.
Hace apenas una generación, Israel se llevó la mejor parte de la discusión con la OLP de Arafat, en muchos parámetros una organización menos vil que Hamás.
Jóvenes de todo el mundo se voluntarizaban a pasar sus años sabáticos en los kibutzim. Occidente vitoreó cuando comandos israelíes rescataron a rehenes judíos de la terminal del aeropuerto de Entebbe de Uganda en 1976.
No obstante, conforme la ocupación militar de Cisjordania se prolonga, la simpatía desaparece. En un sondeo realizado por el Instituto Gallup en junio, antes de la guerra en Gaza, ciudadanos de 23 países occidentales pusieron la balanza de quienes piensan que Israel es una buena o mala influencia en el mundo en menos 26%, calificándole por debajo de Rusia y por encima apenas de Corea del Norte, Pakistán e Irán.
Un creciente número de europeos llama racista a Israel. Incluso en Estados Unidos, donde una sólida mayoría respalda al Estado hebreo, la parte que piensa que sus acciones contra los palestinos son injustificadas aumentó desde 2002 en cinco puntos porcentuales, a 39%. Entre las personas de 18 a 29 años, Israel es respaldado por sólo una cuarta parte.
Muchos israelíes y sus simpatizantes más fervientes en el Congreso norteamericano que ven la hostilidad de hoy como la culminación de un largo proceso de satanización, dobles estándares y deslegitimación, tienen un punto a favor.
Imponer altos estándares a un país, como hacen los críticos de Israel, puede ser un cumplido, pero contra el Estado judío la moralidad a menudo es usada como un garrote.
El argumento común de que Israel es un Estado de apartheid ignora el hecho de que las minorías del país están protegidas por tribunales independientes comenzando por la misma Corte Suprema.
La campaña del movimiento BDS para imponer boicots, alentar retiro de inversiones e introducir sanciones no sólo exige el fin de la ocupación militar de Cisjordania y otorgar igualdad de derechos a los palestinos, sino también el retorno de los refugiados; en otras palabras, la desaparición del Estado judío.
No sorprende que muchos israelíes sientan que el mundo está contra ellos, y crean que las críticas hacia Israel a menudo son una máscara para la antipatía hacia los judíos.
Sin embargo, sería un error ignorarlo por completo. Eso es en parte porque la opinión pública sí importa. Para una nación erigida sobre ideas de libertad, la deslegitimación es, en palabras de un grupo de análisis israelí, «una amenaza estratégica», principalmente porque varias críticas son correctas.
Eso empieza con la escalada de violencia en Gaza. Unos 1,400 civiles palestinos - más de 400 niños - murieron en las últimas semanas.
Aun admitiendo la brutalidad terrorista de Hamás, ninguna democracia puede sentirse satisfecha con una estrategia militar que resulte en la muerte de tantos inocentes; ya no digamos la afirmación insensible de nuestro embajador en Estados Unidos, Ron Dermer, de que nuestros soldados «merecen el Premio Nobel de la Paz».
Debemos escuchar lo que dicen nuestros críticos sobre la necesidad de una solución de dos Estados, que sigue siendo la única alternativa que podría funcionar.
El tiempo no está del lado de Israel. Los palestinos quizá ya superen en número a los israelíes en los territorios que comparten. Sin dos Estados, israelíes y palestinos se quedarán con uno que contenga a ambos.
El riesgo para Israel es de una ocupación permanente y no democrática, que prive de derechos a los palestinos, o de una democracia en la cual los judíos sean una minoría. Ninguna de esas opciones sería la patria judía con derechos iguales para todos que pretendían los fundadores de Israel.
En cuanto a Cisjordania, Netanyahu retrocedió diciendo que Israel no puede ceder el control de la seguridad del territorio por temor a un ataque yihadista. Eso implica la intención de consolidar la ocupación, retirando cualquier esperanza para palestinos moderados. Por lo tanto, es muy probable que Cisjordania también estalle, y con ella la población árabe israelí, mientras el reloj demográfico sigue avanzando.
Soldados hambrientos, ocupación militar, habitantes sin igualdad de derechos; no exactamente a eso se refería Ben Gurión.
El año 5775 no se inicia de la manera más feliz que imaginaba. Pero inmediatamente después tenemos diez días para reflexionar hasta Yom Kipur.
Espero que nuestros líderes no los desaprovechen, aunque no tengo demasiadas expectativas.
Shaná Tová, a pesar de todo.