Estimados,
La hábilmente orquestada campaña «Boicot, Desinversión, Sanciones» (BDS) emprendida contra Israel, es hipócrita, belicosa y antidemocrática y contraviene las leyes del derecho internacional.
¿Por qué?
Porque se boicotea a regímenes totalitarios, no a democracias. Se podría boicotear a Sudán y China, culpables de matanzas y de violaciones masivas y constantes de derechos humanos. Se debería boicotear a Siria e Irán, cuyos líderes hacen oídos sordos al lenguaje del sentido común y al compromiso con sus ciudadanos. Incluso podríamos imaginar boicots contra países de América Latina bajo sus dictaduras militares exterminadoras o la Unión Soviética de Brezhnev o un boicot contra ciertos gobiernos árabes-musulmanes en los que la libertad de expresión está prohibida y, si hace falta, se la reprime a bayonetas o con armas químicas.
Pero no se boicotea a la única sociedad de Oriente Medio en la que la minoría árabe lee y escribe en una prensa libre, se manifiesta cuando lo desea, convierte a sus diputados en el Parlamento en la tercera fuerza política del Estado judío y disfruta de sus derechos civiles.
No se boicotea, se piense lo que se piense de la política de su gobierno, al único país de la región - y mucho más allá de ella, a uno de los países del mundo, por desgracia no tan numerosos - en el que los ciudadanos tienen el poder de sancionar, reorientar o cambiar al mencionado gobierno.
De tal modo que presentar como fuente de su principal indignación el funcionamiento de una democracia que, como todas las democracias, es por definición imperfecta pero perfectible y, en cambio, no abrir la boca sobre las millones de víctimas de las guerras olvidadas y las personas desdeñadas en el mundo, sobre la caza de cristianos en Oriente Medio, sobre las masacres en África o sobre la violenta conquista rusa de Ucrania lenta pero segura, entre muchos otros ejemplos, es, en el peor de los casos, indigno, y en el mejor, totalmente estúpido.
No se boicotea, porque en realidad esta campaña pasa olímpicamente de las posiciones del gobierno del primer ministro «X» o de la ministra «Y». No toma en cuenta nada, ni quiere hacerlo, sobre lo que piensan realmente los ciudadanos israelíes acerca de las congeladas tratativas con los palestinos. Le importan un bledo las exigencias, parámetros y condiciones reales de un posible o imposible acuerdo transitorio o definitivo con ellos. Y sobre estos últimos, sus aspiraciones, sus intereses, sus esperanzas y la manera en que Hamás acabó con ellas en Gaza. Y tampoco dice nunca nada al respecto.
Esta campaña de boicot, digan lo que digan sus promotores o sus tontos útiles, sólo tiene un objetivo real, asumido y bien madurado: deslegitimar a Israel como tal. Es lo que quiere decir, implícitamente, la comparación con la Sudáfrica del apartheid. Es lo que quiere decir, explícitamente, la retórica anti-israelí que sirve de denominador común a todos los movimientos constitutivos de este BDS y que, si las palabras aún tienen sentido, significa que pretenden minar la idea que hoy, guste o no, cimienta la nación israelí. Y por eso esta campaña contraviene, en efecto, las formas, las reglas y las leyes del derecho internacional.
Y en el centro de esta campaña, y en ciertos casos en su origen, hay gente de la que lo menos que se puede decir es que se inspira precisamente en los «mártires de la Palestina libre». Gente como Jibril Rajoub, miembro orgulloso de la OLP y partidario de no mezclar deporte con política, que pretende sacar a Israel de la FIFA y de los Juegos Olímpicos, pero se «olvida», y con él los tontos del BDS, que fue su propia organización la que llevó a cabo la matanza de deportistas israelíes en una olimpiada (Munich 1972) para que el mundo «nos tome en cuenta».
O gente como el presidente palestino Mahmud Abbás, que con razón no le hace descuentos a la política ultranacionalista de Israel hasta el momento en que su esposa debe ser médicamente tratada. Es entonces que en medio del operativo «Margen Protector», mientras sus «hermanos de Hamás» luchan y mueren en Gaza, no recurre a Qatar o a los Emiratos o a París o a Moscú para ayudarla. Todo lo contrario: guarda por unas semanas sus planes de boicot en la caja fuerte de la Muqata y llega al Centro Médico Assuta de Tel Aviv para recibir un tratamiento especializado que muy pocos israelíes se pueden permitir.
O gente como Ismail Haniyeh, líder de Hamás en Gaza, que no se cansa de hablar del exterminio de Israel pero, al igual que Abbás, manda a sus familiares acompañados de gorilas a los hospitales de Ashkelón y Beer Sheva en los cuales, Alá los perdone, se les inyecta sangre israelí, un producto que seguramente quedó fuera de la lista del boicot aunque los donantes puedan vivir en los asentamientos ilegales de Cisjordania.
O gente como Abu Alá (Ahmed Qurei), también de los «príncipes» de la OLP, ex ministro de Finanzas de la Autoridad Palestina (AP) y uno de los principales ideólogos del boicot, a quien no le tembló la mano cuando firmó el contrato con el Ministerio de Defensa israelí para que su compañía de cemento, situada en las cercanías de Belén, se comprometiera a suministrar el material necesario para construir… el muro de separación en lugares como Jerusalén o Baqa El-Gharbía, a cuatro kilómetros de mi kibutz, al cual hasta hoy no deja de llamar «Muro de la Vergüenza».
Todo esto es abrumador, surrealista y, una vez más, incuestionable. Presentar como víctimas a los promotores de este discurso de odio dice mucho del estado de confusión intelectual y moral en el que se encuentra sumida esta OLP a la que queríamos ver hace tiempo curada de su pasado criminal y corrupto.
¡Buena Semana!