Estimados,
Al hablar de nuestras festividades, un espíritu de solemnidad nos invade generalmente. Es más: la preparación, ya sea de nuestro hogar y de nuestras personas para vivenciarlas, nos hace respirar un aire diferente. Algo asi como que todo lo demás pasa a un segundo plano de importancia, y esperamos ese o esos dias para alcanzar lo que, a veces, nos parece muy lejano: el sentido por nuestras personas, nuestras familias, nuestras cosas mas queridas.
Porque las festividades promueven un reencuentro, un re-dimensionamiento de nuestras vidas, en todos sus sentidos. Y estoy resaltando el valor social de las mismas, más allá de todo el entorno «religioso-tradicional» que las envuelve.
Somos un pueblo que recorre la historia. Somos testigos de una humanidad. Somos el reflejo del quehacer diario de todos los seres humanos. Celebramos y sufrimos, ni más ni menos que otros. Pero tenemos un imperativo: «No olvidar«, o si lo queremos: «Recordar». Ser memoria permanente de hechos, situaciones, angustias y éxitos que nos han formado como pueblo, como testigos de sucesos que no pueden pasar por alto nuestras vidas, nuestros meses, nuestros dias.
Hoy el imperativo tiene nombre propio otra vez: Jánuca. «Fiesta de la Inauguracion», «Fiesta de las Luminarias», «Fiesta de la libertad», «Fiesta». Una connotación bélica: la victoria frente a los griegos; otra connotación humana: inaugurar los servicios religiosos del Templo de Jerusalén. Y una connotación que emerge de ambas: el milagro del aceite.
¿Cómo alcanzar la síntesis? ¿Cómo explicarnos hoy, a casi 2.200 años, los eventos que suenan tan lejanos? ¿Acaso somos nostálgicos? ¿Acaso románticos?
No. No son sucesos lejanos. Una guerra, una confrontación, una pelea, es tema de actualidad. Lo sofisticado son los medios. Los fines casi son idénticos. Y en la guerra encontramos al dominante, cruel, sanguinario, exterminador, y al dominado, en franca minoría por subsistir. Tal cual la epopeya de los macabeos, que recuerda su guerra contra el invasor-exterminador-depredador imperio griego.
Pero la guerra no debe ser el fin mismo. Poco hubieramos soportado el enfrentamiento belico («¿Alanetzaj Tojal Jerev?» «¿Acaso siempre viviras por la espada?») La espada debe ser limitada en su accionar.
Como tampoco es lejano el reabrir las puertas de una sinagoga, definida por el profeta Iejezkel como «Mikdash Meat», esto es «un Santuario Menor», en clara alusión a la majestuosidad del Santuario de Jerusalén, destruido una y otra vez por babilonios y romanos.
Aguardamos la restauración del mismo como simbolo de unificación del pueblo judio, pero a través de los siglos a Jánuca, es decir a la renovación de nuestra fe, en la apertura de una sinagoga «Mikdash Meat».
Pero el milagro. Ese milagro; Nes, en hebreo, que significa «bandera», «estandarte», a través del aceite; Shemen, en hebreo, no es lo habitual. No todos los dias asistimos a un milagro; y mucho menos a uno que esté ligado al aceite = luz. El milagro de la luz es único, y cuán difícil es mantenerlo. Así como en los días de Jánuca no había aceite (puro) suficiente sino para un solo día, quiso la Providencia que esa luz se extendiera por siete dias más. Y acaso, ¿es tan relevante dicho episodio, nos preguntamos?
En estos dias, en este siglo donde científicamente hemos logrado medir la velocidad de la luz, casi nos parece ridículo. Pero esa luz de Jánuca, nada tiene que ver con la electricidad. Es y fue la luz espiritual la que quedó encendida para que nosotros, las generaciones venideras, sepamos valorar su efecto, su irradiación atemporal, su luminosidad eterna. Pues la luz de ese aceite es y fue la luz, or, ese «or» que proviene de los seis días de la Creacion. Una luz especialmente reservada.
Jánuca se transforma así en un pequeno milagro que va creciendo mientras la luz supere a la oscuridad, a la confusión, al autoritarismo, a la mutilación.
«Hanerot halalu anu madlikim al hanisim…», «Estas luces nosotros encendemos por los milagros…», esta es la ecuación: por cada luz, un milagro; por cada milagro, una nueva cuota de luminosidad.
Si supiéramos comprender el mensaje podríamos transformar cada día, cada siglo y cada era a la mínima y primera expresion de la obra de la Creación: «¡Que sea la luz! ¡Y fue la luz!».
Jánuca nos invita en sus ocho días festivos a que encendamos, día a día, noche a noche, una pequeña vela. Pero en forma gradual. Agregando cada día, así como lo disponía la escuela de Hilel. No debemos encenderlas todas juntas.
Como queriéndonos insinuar la tradición: iluminar, sí; encandilar, no. Iluminar para ver, para redescubrir el milagro de la vida, para expresar las gracias por el mérito de ser artífices de un destino; iluminar para sacudir del letargo a aquellos que siempre apostaron al oscurantismo medieval y a la profunda noche de los pueblos, de las personas.
Porque si Jánuca pierde su capacidad de milagro, habrá perdido su sentido. Porque sus ocho días bien podrían ser en la metáfora ocho décadas en la vida de una persona, contando cada etapa con su propia luz y con su propio milagro de existencia.
De ahí el mandato de nuestros maestros: «Mitzvat jánuca ner ish ubeito», dice una opinión que uno debe encender por él mismo y por su familia. Mas otra opinión sugiere: «Ner lecol ejad veejad», es decir, que «cada uno encienda su propia luz=vela». Hay elección, hay posibilidades, pero algo no podemos dejar de hacer: encender, iluminar, recrear el milagro de estar vivos y agradecerlo sumando luz, amor e intensidad.
¡Jag Sameaj!