Estimados:
Da la impresión de que somos muchos, muchísimos, los que nos despertamos cada mañana con la preocupación de despejar a través de los medios el temor a que durante la noche, mientras dormíamos, el enemigo haya conseguido desbaratar alguno de esos hechos inesperados que se están dando en el mundo árabe. Porque ellos son como barquitos de papel, de un papel demasiado fino, puestos en un mar barrido por fuertes vientos y agitado desde dentro por impetuosas corrientes y olas creadas por coletazos de todo tipo de tiburones.
Sin embargo, a pesar de todo, siguen flotando. Castigados por mil precedentes, es demasiado pronto para intuir qué puede llegar a pasar con esos movimientos populares que parecen tan auténticos. Pero la ilusión que generan los oprimidos por las dictaduras intentando sacarse de encima a sus explotadores suscita una ola mundial de esperanza en que puedan construir sociedades no idílicas, pero sí mejores que las que regían hasta ahora.
No desconcierta el fondo de lo que sucede, que es tan viejo como la historia universal, pero sí su forma novedosa. Es un modelo de rebeldía que aparentemente carece de organización previa, de minorías conspiratorias efectivas, de grupos políticos convencionales que la preparan en oscuros corredores, y de urdidores externos que la impulsan por razones de geoestrategia internacional o intereses económicos directos.
En todo caso, aparentan lo contrario. Las minorías conspiratorias antirrégimen de los estados árabes eran testimoniales e impotentes. La oposición política formal seguía en esos países las reglas de juego dictadas desde el poder para impedir precisamente que pudiese llegar la alternativa a través de las urnas. Y los dirigentes de las democracias, cuyo modelo de libertad es al que aspiran quienes promueven estas insurgencias, trabajaban y gastaban muchísimo dinero para perpetuar la situación en esos estados a través de una paradójica coincidencia: colocar a los hijos de los dictadores como futuros herederos del trono.
Todo da a entender que la explosión de la ira y el cansancio popular fue espontánea. Pero no todos los déspotas abandonan de inmediato; hay desalmados que pretenden resistir luchando hasta la última gota de sangre de sus ciudadanos inocentes, o masacrándolos, aprovechando que Occidente y la ONU titubean. Ellos saben que las fuerzas aéreas de la OTAN por si solas no pueden liberar a un país, sino que podrían iniciar una etapa todavía más terrorífica.
La verdadera duda que plantea lo que estamos viendo es si los ejércitos, a veces, pueden transformarse en populares, si las revueltas desestructuradas pueden no acabar en anarquías, y si en el siglo XXI los hombres que quieren cambios y desbordan a los políticos convencionales tienen alguna posibilidad de organizarse colectivamente.
Esto es más importante que todo lo demás. Y en ese demás se incluye lo que acontece en los palacios y los cuarteles de Libia, El Cairo o Damasco, en una Casa Blanca desconcertada por un mundo que ya no controla, en China, Rusia, Japón e Irán, en lo que pretende urdir el fundamentalismo islámico y en la insensibilidad de Europa, comprometida hasta la coronilla por su apoyo a los tiranos.
Todo eso y lo demás que no hemos visto en vivo y en directo es sin duda interesante y podremos dedicarle mucho tiempo en el futuro, pero ahora lo verdaderamente importante es presionar, por todos los medios, para que esta vez ese justo espíritu de rebeldía no acabe siendo traicionado.
¡Buena Semana!