Estimados,
Tel Aviv, la primera ciudad hebrea contemporánea, decidió que su tranporte público debería funcionar también durante los sábados. Sus dirigentes ven como la urbe crece a pasos agigantados y consideran injusto que sus habitantes, que no disponen de locomoción propia o no poseen registro para conducir, no tengan posibilidades de visitar a sus familiares y amigos o de trasladarse de un lugar a otro para poder disfrutar en los lugares de esparcimiento después de una dura semana de estudios y trabajo.
Ante la solicitud del intendente Ron Huldaí al ministerio de Transportes de permitir que los autobuses circulen en Shabat, el viceministro de Finanzas, el ultraortodoxo Itzjak Cohen, manifestó: «Un Estado puede ser libre y democrático o judío y democrático. Israel decidió ser un Estado judío y democrático. De no ser así, caerá el gobierno».
Parece mentira, pero el chantaje político en Israel ya llega a alturas de considerar al judaísmo como una antitesis de la libertad; algo totalmente grotesco hasta para los propios ultraortodoxos, que dentro de un mes y medio se sentarán en la mesa del Seder de Pesaj y cantarán orgullosos: «Fuimos esclavos; ahora somos libres».
Después de 63 años del establecimiento del moderno Estado de Israel, el término que con más frecuencia se emplea hoy para describir la naturaleza política y social del país es, por lejos, «Estado judío y democrático». Ya sea en medios de comunicación o en labios de políticos, el uso de dicha expresión se generalizó tanto que la mayoría de los ciudadanos, simplemente lo acepta como una verdad dada sin ni siquiera tomarse el tiempo de una mínima reflexión. Sin embargo, y a pesar del extensivo uso de esa frase, para cualquier persona con suficiente capacidad de discernimiento, el término resuena con cierta disonancia cognitiva; y esta falta de claridad se prolonga por décadas.
En 1992 la Knéset promulgó la «Ley Básica de Dignidad Humana y Libertad», que fue aprobada, según figura en el texto original, con el fin de «establecer los valores del Estado de Israel como «Estado judío y democrático».
De los fallos posteriores de la Corte Suprema de Justicia, presidida por los jueces Aharón Barak y Dorit Beinish, en relación a cómo interpretar esa frase, resulta claro que sus intenciones sobre la ley fue definir a Israel primordialmente como un Estado democrático, aunque uno de tipo particular que también pudiera incluir una variedad de aspectos judíos. Por supuesto, para Barak y Beinish, la única manera de comprobar la consistencia de estos aspectos fue verificarlos según la coherencia que debían poseer en relación a los valores de una democracia.
A pesar de la genuina intención de ambos con respecto a lo que es realmente prioritario, a saber, el aspecto democrático del país, esa frase neutra, «Estado judío y democrático», se promulgó desde entonces, aunque el término resulte problemático por varias razones.
La más grave de ellas es que dicha expresión perpetúa la confusión y rehúye la consideración de un problema muy serio. Israel tiene una amplia minoría árabe, la mayor parte de la cual nunca habrá de hacer suyos los sueños y aspiraciones colectivas del pueblo judío, así como tampoco nunca habrá de sentirse parte integrante de un Estado hebreo. Pensar lo contrario es una tontería.
Por lo tanto, para no antagonizar o alienar a los árabes, y para evitar condenas por declaraciones políticamente incorrectas, Israel prefiere minimizar el componente judío y promover, en su lugar, el democrático. No obstante, para los propios residentes judíos, la mayoría de los cuales conserva un sentido de pertenencia con la tierra, la cultura y la tradición, el componente judío se vende como un amorfo «Estado judío y democrático».
Así, la utilización de esa definición sirve para aplacar a la población judía, aunque el hacerlo resulte engañoso. Más grave aún es el hecho de que, escondiéndose detrás de la expresión «Estado judío y democrático», Israel continúa evadiendo su responsabilidad en el tratamiento de asuntos complejos y hasta ridículos como, sólo a modo de ejemplo, permitir que durante los sábados se disputen partidos de fútbol profesional a lo largo y ancho del país, y al mismo tiempo impedir a los hinchas de los equipos visitantes disponer de los medios de transpote púbicos para poder asistir a los mismos.
A fin de cuentas, Israel deberá elegir. O es un Estado judío con algunos aspectos democráticos, o es un Estado democrático con una particular impronta judía. No puede ser ambas cosas. El continuo uso de la expresión «Estado judío y democrático», es sólo un pretexto para evitar la instancia de la decisión. Por otra parte, representa una forma de negar la confusión y debilidad que abundan por aquí.
Para la supervivencia de Israel, el término «Estado judío y democrático» debe ser apartado lingüísticamente para que en su lugar pueda alzarse un verdadero Estado libre.
Sólo en un Estado libre, con transporte público que funcione siete días por semana, unos padres judíos en Ashkelón podrán visitar durante un sábado a su hijo, un soldado judío que se quedó un fin de semana en su base en el Golán para cuidar de nosotros.
Ese precepto humano es tan judío como cualquier otro.