Estimados,
"Si no logramos poner fin a nuestras diferencias, contribuyamos para que el mundo sea un lugar apto para ellas" (John F. Kennedy)
Pocas pasiones humanas son tan comprensibles como el odio y el rencor. En efecto, es natural en los seres humanos el impulso a reparar las injusticias que sienten ante atropellos, abusos o arbitrariedades.
En lo que respecta a Oriente Medio, la larga historia del odio esconde numerosos elementos que en estricta razón demandan una supuesta venganza que alivie la rabia y la impotencia. Muy raras veces, a lo largo de más de cien años de conflicto entre israelíes y palestinos, se manifestaron casos de odio por situaciones sin una lógica que les diera motivos.
Nadie habla de acciones imaginarias, desconectadas de la realidad. Sea como sea que se interpreten los hechos, los agredidos siempre tienen razón; al menos una razón. Y los agresores, sin duda, un motivo; al menos un motivo, para haber actuado así.
Frente a tal realidad, el perdón, ante los ojos de dos pueblos heridos, aparece como una debilidad moral o como una ridícula e injusta exigencia. ¿Cómo perdonar a aquellos que se inclinan por el terrorismo o la opresión, y marcan nuestras vidas por años, destruyendo en nosotros las posibilidades de vivir en paz?
La desgracia nunca viene sola; quiera o no el agresor, ella acarrea consecuencias. Las innumerables víctimas quedan mutiladas, inválidas física y psicológicamente, para continuar sus vidas normales. La huellas del terror o la opresión permanecerán como una cicatriz que se abrirá cada vez que algo en nuestro ser nos retraiga a esos días bañados de sangre. Y así, nuestra vidas emocionales, laborales, económicas, políticas, morales o espirituales se van deteriorando. Los agresores son responsables, no sólo de la supuesta agresión original - siempre «los otros» fueron los primeros en agredir -, sino además de todas las consecuencias de sus delitos. Las mutuas agresiones son como una bola de nieve que aumenta con el rodar de los años, hasta devastar nuestras vidas y las de quienes nos rodean.
Visto desde ese ángulo, el perdón, más que nunca, asoma como un atropello a la justicia, como una muestra de debilidad o de sometimiento ante el crimen y los criminales. Sin embargo, un pueblo maduro con una amplia perspectiva de existencia y un liderazgo visionario, podría llegar a comprender la fortaleza y magnitud de espíritu de quien perdona. La elevación del ánimo popular es algo reservado sólo para grandes estadistas, no para aquellos que viven anclados en el miedo - o haciendo uso del nuestro - sin tratar de deshacer el nudo gordiano. La verdadera grandeza humana es propiedad de los pueblos que ejercen actos heroicos que contradicen las pasiones naturales de su alma, no de aquellos que se dejan arrastrar por ellas, haciéndose semejantes a los más primitivo y bárbaro.
A pesar de las malas experiencias adquiridas con el correr de los años, el perdón es uno de los recursos menos comprendidos. Es también, de lejos, uno de los remedios menos explotados por los pueblos y sus dirigentes. Perdonar es difícil ya que involucra un acto de voluntad propia para superar la parte animal de uno mismo y renunciar al impulso de venganza.
Pero lejos de ser pasivo y sumiso, el perdón es un acto de gran fortaleza, actividad y madurez. Implica una visión superior de la vida y de la naturaleza humana, y un corte eficaz con las consecuencias que nosotros mismos permitimos que causen las agresiónes, abandonándonos a la desesperación y a la amargura. Somos nosotros quienes podemos renunciar voluntariamente a vivir lo que creemos que nuestros agresores, con su barbarie, no nos permitieron. Somos nosotros quienes durante todo el tiempo que pasó, desde el inicio del conflicto, sumergimos en el miedo y en la pobreza emocional a quienes nos rodean. Somos nosotros, y nuestros agresores, quienes hicimos casi todo lo posible y lo imposible para privarnos de vivir plenamente nuestras vidas.
El terrorista fanático, el soldado abusador, el líder criminal, el oficial cruel… todos los géneros de culpables, todos esos modelos, supieron en algún buen día de la historia, abandonar el camino del odio y decidieron cambiar sus vidas y la de sus pueblos. ¿Porqué justamente nosotros debemos mantener aún en nuestro interior presente y activo, únicamente las imágenes de los daños causados y heredarlas a nuestros hijos y nietos?
El perdón es el bisturí invaluable que puede cortar el cordón umbilical que nos une con el pesar y el dolor y lo alimenta, manteniéndolo vivo. El perdón no es lo que atenta contra nuestros intereses. Son el rencor, el resentimiento y el odio quienes van contra ellos. Saber perdonar por lo que sufrimos nos puede apartar del sufrimiento y convertirnos otra vez en dueños de nuestras vidas.
El perdón puede romper ese círculo vicioso de las mutuas agresiones, rencores y represalias. Perdonar es lo que nos liberaría de esa situación infernal, posibilitando a todos - agresores y agredidos - un posible estado de paz y la oportunidad de desarrollarnos normalmente. Perdonar no significa olvidar la historia, pero es liberarnos a nosotros mismos de sentimientos y emociones negativas.
Por eso el perdón es superior a la venganza, especialmente en aquellos casos en que es más difícil perdonar porque van involucrados nuestra identidad, nuestro orgullo y nuestros sentimientos más queridos.
Muchos dirigentes saben muy bien que las alteraciones emocionales de los pueblos provienen de esa carga creciente de ira no desatada, de la incapacidad de soltar la memoria que nos hiere, de esa debilidad de carácter que imposibilita la renuncia a la reacción, por mucha conciencia que se tenga de las consecuencias para todos. «No podemos perdonar. Por más que lo intentemos, no conseguiremos perdonar», diremos los agredidos, los oprimidos y los marginados. Pero son los dirigentes, en su gran mayoría, quienes movidos por fuertes instintos de poder, no intentarán llevarnos a perdonar poniendo algo de su parte.
En nuestro caso, intentar un sincero diálogo con el agresor, buscar medios para impedir la reincidencia, llevar a cabo actos que demuestren buena voluntad y mejoren las relaciones, son medidas maduras, que si se enfocan con más fuerza de la que aparentemente se necesitaría, podrían inaugurar un período más esperanzador del que vivimos hasta el momento.
¿Pero cómo acabar con el resentimiento? Primero, haciendo con seriedad una revisión madura de nuestra conciencia. Es inutil pretender que el perdón sea inmediato, apareciendo de la nada. Por mucho que pueda curar, no es un remedio gratuito. Para perdonar sinceramente, es necesario indagar en lo ocurrido y en sus causas. Para perdonar, el agredido - sea quien fuere - requiere haber descargado de alguna forma su ira, reconocer lo que tuviese de culpa en el hecho y sus secuelas… y considerar las posibles consecuencias de su odio.
Nuestros antepasados de bendita memoria sabían explicar que no perdona quien no siente amor. Sin amor - decían - el alma se seca hasta límites vergonzosos de debilidad emocional. En el fuero más íntimo de nosotros, el perdón nos regala - con la liberación de nuestros odios y el rompimiento con dependencias, mitos y esterotipos - la recuperación del entusiasmo, la esperanza y la creatividad.
El perdón, en definitiva, puede lograr el mayor milagro en la vida de dos pueblos: devolverlos a la realidad y liberarlos de los falsos sueños que los enceguecen durante tanto tiempo.
¡Gmar Jatimá Tová y Buena Semana!