Estimados,
Dicen que el único país del mundo fuera de Estados Unidos donde Mitt Romney ganaría las elecciones sería en Israel, pero es un error pensar que el candidato republicano pasaría a ser un aliado incondicional del primer ministro Binyamín Netanyahu.
Romney se mostró muy caluroso con el Estado hebreo, aunque en sus últimas intervenciones mantuvo el estribillo de que aún queda mucho antes de recurrir a medidas militares en el asunto contra Irán.
Quizá el candidato republicano recordó que en los días de la invasión de Irak, el socio histórico de Estados Unidos, el Reino Unido, resumió muy bien el estado de ánimo de Occidente por boca del entonces ministro de Exteriores, Jack Straw: «Si Washington recurre a bombardear Irán, nos encontrará en cordial desacuerdo».
Netanyahu dijo más de una vez que comprometer la relación con Estados Unidos era el peor de los pecados que podía cometer un primer ministro israelí. Pero, a día de hoy, Bibi decidió ignorar sus propias palabras y empeoró hasta niveles sin precedentes los vínculos con Washington. En concreto, con Barack Obama.
El flamante presidente reelecto habría preferido un gobierno israelí favorable a una solución política con los palestinos desde el consenso internacional de las fronteras del '67 con sus respectivos arreglos, que se abstuviera de continuar la construcción en los asentamientos judíos en Cisjordania y, sobre todo, que dejara de presionar a Washington para que sostuviera o encabezara un eventual ataque a Irán.
La situación se disparó tan lejos que poco antes de saber si Obama sería reelecto, Netanyahu declaró que un líder sólido no puede delegar en nadie la seguridad de su país ni pedir permiso para defenderse. «¿Acaso Ben Gurión pidió apoyo a Washington para proclamar el Estado de Israel o Levi Eshkol para enfrentarse a Egipto en la Guerra de los Seis Días?», se preguntó Bibi retóricamente.
Netanyahu, hombre visceral y de tendencia autoritaria, terminó por indicar abiertamente a Estados Unidos su prisa y exigió públicamente al presidente norteamericano, en plena campaña de su reelección, que marcara «las líneas rojas» con Irán.
Ese acontecimiento fue percibido en EE.UU como el final de la relación con Obama, porque se interpretó la actitud de Bibi como un crudo intento de condicionar la política exterior y de seguridad del gobierno de Washington. El contacto se limitó al teléfono y el mínimo indispensable, con el curioso detalle de que el presidente no encontró dos minutos de tiempo en Nueva York, en la apertura de la Asamblea General de la ONU, para verle la cara al primer ministro israelí.
Ante el reciente desenlace de las elecciones en Estados Unidos, el gran dilema es qué rumbo tomarán las relaciones entre ambos líderes en el inicio de la nueva legislatura norteamericana y frente a los posibles resultados de los próximos comicios en Israel.
El presidente israelí, Shimón Peres, y el ministro de Defensa, Ehud Barak, se cansan de repetir que ningún otro mandatario estadounidense hizo más por Israel que Barack Obama, tanto en asuntos de seguridad como en los políticos y diplomáticos, desde el apoyo financiero y militar hasta el veto de la solicitud unilateral de un Estado palestino en la ONU antes de un acuerdo definitivo con el Estado judío.
Obama sabe muy bien que sus próximos cuatro años en la Casa Blanca son los últimos, y sin tener que pensar en una nueva reelección se sentirá más libre en su accionar.
Bibi no dispone del mismo lujo, y a menos que recapacite, tendrá que conformarse con cosechar lo que sembró.
Hay tres formas para deshacerse del rencor: recordarlo y dejar que nos pudra por dentro, escupirlo y contagiar al otro, o desintegrarlo con el olvido.
La elección queda en manos de Bibi. Cuatro años no es mucho tiempo; menos aun si se trata de política israelí.
¡Buena Semana!