Estimados,
Tras 40 años de ocupación israelí de los territorios palestinos, y cuatro años después de que el Gobierno del primer ministro Binyamín Netanyahu se comprometiera con la solución de dos Estados, hemos asistido a una campaña electoral que se caracterizó por la total negación del dilema palestino de Israel y concluyó con otro mandato más para Bibi.
Sí, el electorado restó poder a Netanyahu, pero la pérdida de apoyo que sufrió no fue una victoria para el campo de la paz, sino para un amorfo espectro de partidos de centro concentrados en asuntos internos y para la ultraderecha nacionalista, religiosa y anexionista.
Un país cuya economía moderna está plenamente integrada con el sistema global y cuyo conflicto con los palestinos lleva décadas atrayendo la atención de la prensa mundial y de las principales potencias del mundo votó como si estuviera en algún planeta lejano.
Los partidos de centro hicieron campaña con la «justicia social», con que los estudiantes ultraortodoxos «compartan la carga igualitaria» del servicio militar - del que han estado exentos desde la fundación de Israel - y con la defensa de las luchas de la clase media del país.
Otro ejemplo de que Israel está metido en una burbuja lo dan las plataformas electorales de los dos principales partidos religiosos.
Shas, liderado por el rabino Ovadia Yosef de 92 años, combinó su tradicional defensa de los desposeídos con la demanda de endurecer las normas de conversión al judaísmo, en abierta alusión a las masas de inmigrantes rusos con credenciales judías dudosas venidos a Israel.
Entretanto, Iahadut Hatorá, un partido vinculado con rabinos fanáticos y mesiánicos para quienes el sionismo debe imbuirse ahora de un significado escatológico, desafió a Netanyahu a adoptar una política expansionista más decidida en los territorios palestinos.
Los demógrafos advierten de que las poblaciones árabe y judía entre el río Jordán y el Mediterráneo alcanzarán la paridad este año. De allí en más, nada impedirá que el fantasma de que una minoría judía gobierne sobre una mayoría árabe en un Estado de apartheid se haga realidad, convirtiendo a Israel en un paria de la comunidad internacional; a menos que una coalición más moderada ocupe el lugar de la alianza suicida que ha forjado Netanyahu con el fundamentalismo religioso y el extremismo nacionalista.
Pero la buena noticia es que después de esta elección, dicho cambio de alianzas ya es políticamente inevitable. Netanyahu, que no deja de ser un político en busca de una plataforma para sostener sus ansias de poder, ahora se ve obligado a cambiar de rumbo y formar un gobierno centrista. El notable éxito obtenido por Yesh Atid, el nuevo partido de Yair Lapid, deja a Bibi incapacitado en la práctica para formar una coalición de derecha con sus aliados tradicionales en el margen lunático.
¿Será esto suficiente para revitalizar el moribundo proceso de paz y alcanzar un acuerdo con los palestinos? En realidad, no. La radicalización al estilo «Tea Party» que experimentó el partido Likud de Netanyahu no augura un proceso de paz sólido, posibilidad que se alejará aún más si el anexionista Habait Haiehudí, cuya plataforma política interna - liberalismo económico, mejora de la situación de las clases medias y servicio militar para los ultraortodoxos - es plenamente compartida por Lapid, se une a un gobierno formado por el Likud y Yesh Atid.
Lamentablemente, el denominado campo de la paz, que ahora es oposición, está sumido en total desconcierto. Carente de fe y de certezas, perdió ante la firmeza de convicción de la derecha. El eclipse del campo de la paz refleja el poder destructivo del relato que, en relación con el proceso de paz, la derecha logró inculcar en muchos israelíes.
Este relato es sencillo. Los Acuerdos de Oslo dieron paso a una época de explosiones en autobuses en las principales ciudades israelíes.
A continuación de las concesiones ofrecidas por Israel en la cumbre de Camp David en el año 2000, vino la segunda Intifada, con sus oleadas de atentados terroristas suicidas en los que fueron asesinados cientos de civiles inocentes. Y a la retirada de Gaza le siguió el gobierno de Hamás, orquestador de rutinarios ataques con misiles sobre el territorio de Israel.
No es extraño que, en cuanto la mayoría de los israelíes aceptaron este relato, «el proceso de paz» se haya convertido en mala palabra y sus defensores en la izquierda comenzaran a ser vistos, en el mejor de los casos, como ingenuos sin contacto con el mundo real.
De hecho, en vez de hacer frente a la realidad cambiante de la región con un nuevo enfoque para lograr la paz en Palestina y más allá - por ejemplo, aceptar la Iniciativa Árabe para la Paz -, los partidos de izquierda y centro israelíes se refugiaron en consignas gastadas o en la seguridad de las plataformas de política interna. No hicieron ningún intento de tender una mano a los nuevos regímenes y a las nuevas generaciones que se están alzando en las plazas del mundo árabe.
Pero en última instancia, la verdad es que incluso las cuestiones internas que tanto peso tuvieron en esta elección nunca se podrán resolver de manera eficaz sin tener en cuenta las sumas colosales que Netanyahu y sus aliados han estado volcando al sistema de ocupación de las tierras palestinas. Y los israelíes tampoco deberían ignorar lo que el ex primer ministro Ehud Olmert describió como «preparativos megalomaníacos» para un ataque contra Irán «que nunca ocurrirá».
Los israelíes parecen estar convencidos de que sus políticos pueden elegir qué problemas resolver y cuáles ignorar, pero se van a llevar una decepción: los líderes hebreos jamás tuvieron esa opción.
¡Buena Semana!