Estimados,
Israel cumple 63 años y un horrible fantasma lo ha aterrorizado: el reconocimiento de un Estado palestino. Más exactamente, este espectro viene asustando a nuestros líderes durante las últimas cuatro décadas.
Ahora, ese sentimiento ha sido sustituido por otro de perplejidad que va creciendo según nos acercamos al día en que ese Estado palestino sea declarado en las Naciones Unidas con una avasalladora mayoría internacional.
Luego de dos años sin negociaciones, el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbás, optó por recorrer el mismo camino diplomático que en la década de los años 40 transitó el movimiento sionista: recurrir a la aprobación internacional en el seno de la ONU para promover el nacimiento de su Estado nacional.
A pesar de nuestros desesperados esfuerzos por detener el proceso, parece ser que la suerte está echada. Entonces, la pregunta relevante debería ser: ¿qué tiene que hacer nuestra dirigencia más allá de ejercer el lobby, sembrar el pánico entre nosotros y expresar con angustia sus temores?
Sería ingenuo ver en el establecimiento de un Estado palestino - sobre todo, sin negociaciones previas o un acuerdo con Israel - una solución mágica que abruptamente pondría fin al conflicto. Pero no menos irrisorio resulta pensar que aún es posible o, incluso, útil impedir su creación pensando en anexar unilateralmente los territorios sin otorgar igualdad de derechos a casi cuatro millones de palestinos que se integrarían a nuestra sociedad.
Tal vez sea todo lo contrario: Si el destino del territorio es ser dividido, quizá pudiéramos beneficiarnos permaneciendo apaciblemente junto a la cuna del recién nacido, casi como una de sus nodrizas.
Israel puede mejorar su situación si se decide a tomar las riendas de su destino. A diferencia de lo que los árabes hicieron en 1948, puede ser el primero en darle la bienvenida, desearle suerte, extenderle su mano en señal de paz y expresarle su sincero deseo de discutir los asuntos principales: Jerusalén, seguridad, fronteras, refugiados y asentamientos, esta vez a un nivel completamente diferente: como dos estados soberanos.
Tal vez un paso valiente y generoso de esas características nos ayude sacudirnos el yugo de la deslegitimación que nos aprieta cada vez más, a reducir la responsabilidad que nos han atribuido por el problema de los refugiados y la ocupación y a desplazar el conflicto de su dimensión religiosa a la territorial.
A 63 años de la Declaración de Independencia, la sociedad israelí se polariza cada día más en función de la inminencia de los cambios trascendentes que se anuncian y las convulsiones que agitan a nuestros vecinos regionales. Pero aunque las posturas conservadoras son hoy muy predominantes, en el país se respira una inquietud generalizada y expectante ante el silencio y la falta de pronunciamientos claros de nuestros dirigentes para afrontar los desafíos inmediatos.
La elección es entre un Estado judío y democrático y un Estado binacional con una minoría árabe cada vez más relevante. Aunque no disponemos de mucho tiempo, la decisión y la responsabilidad todavía están en nuestras manos.
¡Jag Sameaj y Buena Semana!