Ariel Ramírez y su tributo a dos hermanas católicas que auxiliaron a judíos durante la Shoá
A principios de 1942, en la pequeña localidad alemana de Würzburg, las autoridades ordenaron evacuar todas las viviendas cuyos ocupantes fuesen judíos. Los propietarios fueron concentrados en los edificios del cementerio judío, en condiciones de extremo hacinamiento; familias enteras estaban amontonadas en dependencias de instalaciones mortuorias, a modo de macabro recuerdo del futuro. Fue en ese marco trágico y en esa ciudad, por aquel entonces con apenas 2500 judíos y de centenaria tradición rabínica, que tuvo lugar un episodio de solidaridad y coraje cívico que precipitó, muchos años después, la creación de una obra de arte musical que marcaría para siempre a la Argentina y al mundo: «La Misa Criolla» del consagrado compositor argentino Ariel Ramírez.
En línea con el espíritu del programa «Casas de Vida», inaugurado en 2014 en monasterios de Roma y Florencia por la Fundación Wallenberg, la ONG presidida por el argentino Eduardo Eurnekian se propone investigar a fondo esta historia que amalgama arte y solidaridad de modo armónico y excepcional. Así, la inédita iniciativa de conmemorar lugares físicos asociados con hazañas de rescate en la Shoá, encuentra una nueva vuelta de tuerca con el relato apasionado del compositor argentino Ariel Ramírez.
La primera inspiración para escribir la Misa Criolla se produjo en los años cincuenta, cuando Ramírez era un músico desconocido y residía en un convento en Würzburg. Él mismo relata la experiencia.
«En Roma había conocido al padre Antuña, estudioso prelado de Argentina, quien me presentó al Padre Wenceslao van Lun, un holandés con quien nos entendíamos en un italiano básico pero eficaz. Van Lun me llevó a Holanda y desde allí me recomendó a un convento en Würzburg, una pequeña y hermosa localidad a unos 100 kilómetros de Franckfurt. Todos los seminaristas hablaban alemán, salvo dos monjitas que estaban a cargo de la cocina y a quienes el padre van Lun me presentó para ayudar a comunicarme, pues suponía que entendían español».
«La realidad era que las hermanas Elizabeth Brückner (1899-1981) y Regina Brückner (1896-1967) habían vivido en Portugal, y algo de español entendían, lo cual fue para mí una salvación en todo sentido: por fin podía dialogar y, por añadidura, desde ese día, empecé a comer con ellas en la mesa de trabajo de la cocina».
«Frecuentemente, desde la ventana de la cocina, contemplaba el magnífico paisaje semiboscoso, gloriosamente verde, con una enorme casona que a lo lejos se dibujaba de blanco con las últimas nieves de la primavera. Tanta belleza me producía sentimientos exultantes y, desde mis jóvenes años, me parecía estar un paso más arriba de la tierra».
«Ellas no compartían mi entusiasmo. No podían olvidar que esa casona y las tierras más distantes habían sido parte de un campo de concentración donde hubo alrededor de mil judíos prisioneros».
«Desde la distancia, las monjitas me contaron, podían imaginar el horror y el miedo. Sólo en voz muy baja llegaban noticias acerca del frío y del hambre. Una estricta regla castigaba con la horca - sin más trámite - a cualquiera que ayudara o simplemente tomara contacto con aquellos que esperaban su trágico destino».
«Pero Elizabeth y Regina habían elegido la misericordia y habían sido formadas para el valor, de modo que, noche tras noche, empaquetaban cuantos restos de comida podían y se acercaban sigilosamente al campo para dejar su ayuda en un hueco debajo del alambrado».
«Durante ocho meses ese paquete desapareció cada día. Hasta que un día nadie retiró el paquete y tampoco los siguientes, que se fueron acumulando. La casa estaba vacía y los rumores esparcieron la noticia acerca del traslado de los prisioneros. El temido viaje se había iniciado, una vez más».
«Al finalizar el relato de mis queridas protectoras, sentí que tenía que escribir una obra, algo profundo, religioso, que honrara la vida, que involucrara a las personas más allá de sus creencias, de su raza, de su color u origen. Que se refiriera al hombre, a su dignidad, al valor, a la libertad, al respeto del hombre relacionado a Dios, como su Creador».
«Un día de 1954, tal vez del mes de mayo, estando en Liverpool, no puede resistir la tentación de subir a un barco, el Highland Chefstein, que iba a Buenos Aires donde me esperaban mi hija Laura, de cinco años y mis viejos, que superaban los setenta. Me había convencido que en dos meses regresaría al lugar donde ya había decidido afincarme para siempre, pero el destino me reservaba otro rumbo. En aquel barco que atravesaba el Atlántico hacia el sur, empecé a rememorar el relato de las hermanitas Brückner y a pensar en toda la solidaridad humana, en todo el amor que había recibido de parte de gente extranjera con la que apenas podíamos comunicarnos por el desconocimiento mutuo de nuestras lenguas. Me conmovía pensar que todo lo que había recibido había sido exclusivamente por amor a mi música y a mi persona, hasta que comprendí que sólo podía agradecerles escribiendo en su homenaje una obra religiosa».
«En esa búsqueda comencé a reunir información, y es así que tiempo después me encontré con el Padre Antonio Osvaldo Catena, amigo de la juventud en Santa Fe, mi ciudad natal, quien fue realmente el que transformó la base de lo que yo había escrito pensando en una canción religiosa, en una idea increíble: la posibilidad de componer una misa con ritmos y formas musicales de esta tierra. El padre Osvaldo Catena era en 1963 Presidente de la Comisión Episcopal para Sudamérica encargada de realizar la traducción del texto latino de la misa al español, según el Concilio Vaticano de 1963 que presidió SS Pablo VI. Cuando ya tenía terminados los bocetos y formas del ordinario de la misa el mismo Catena me presentó a quien realizaría los arreglos corales de la obra: el padre Jesús Gabriel Segade».
En 1964 la compañía discográfica Philips lanzó al mercado el álbum «Misa Criolla», resultando inmediatamente un éxito mundial. La Misa Criolla, obra para coro mixto, percusión, instrumentos andinos y piano, presenta un notable conjunto de inspiradas melodías originales de su autor, basadas en ritmos regionales de la tradición musical argentina e hispanoamericana. Consta de cinco partes o movimientos: 1. Kyrie. Baguala-vidala; 2. Gloria. Carnavalito-yaraví; 3. Credo. Chacarera trunca; 4. Sanctus. Carnaval cochabambino y 5. Agnus Dei. Estilo pampeano.
La Misa Criolla marcó la irrupción en el mundo de la música litúrgica argentina con un nivel artístico que le permitió ser admirada por sectores del público europeo, americano y de otras latitudes. Se ejecutó por primera vez en el Teatro Colón de Buenos Aires con versión escénica a cargo de Roberto Oswald y Aníbal Lápiz, y quince días después en el Avery Fisher Hall en el Lincoln Center de Nueva York, y en la catedral de San Patricio de la misma ciudad. Aquella versión contó con el propio Ariel Ramírez (piano), Zamba Quipildor (voz), Jaime Torres (charango) y su conjunto, con Domingo Cura (percusión), Jorge Padín y el Coro Banco de la Provincia de Buenos Aires, dirigido por Fernando Teran. De difusión internacional, fue editada en más de 40 países con más de 3 millones de placas discográficas y fue cantada, entre otros, por George Dalaras, Mercedes Sosa, José Carreras y Plácido Domingo.