Enterrados en Ginebra
En agosto de 1949, sólo cuatro años después de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, fue aprobado en la ciudad de Ginebra el cuarto convenio que regulaba la protección de personas civiles en tiempos de guerra.
Por entonces, más de un ingenuo habrá creído que los tiempos en los que los civiles sufrirían la crudeza de las bombas habían terminado. Los conflictos armados - así se supunía - serían a partir de entonces enfrentamientos entre fuerzas profesionales y el escenario estaría alejado de los grandes centros urbanos. Los civiles conocerían las guerras a través de los periódicos y el noticiero de las 8:00 de la noche.
Posiblemente esta quimera sea viable para algún país cuya geografía flota a la deriva en medio del Océano Atlántico, no para Israel que vive acosado por el fundamentalismo islámico.
Sin embargo, el Acuerdo de Ginebra no hizo del mundo un lugar más seguro. Por el contrario, fue el caldo de cultivo que llevó al nacimiento de la cínica táctica terrorista de los escudos humanos.
La lucha entre Israel y el terrorismo islámico fue subiendo en intensidad con el correr de los años. Cuando el yihadismo comenzó su lucha contra el Estado judío, alguien la definió como la batalla entre un elefante y un mosquito. Nadie duda quien es más fuerte, pero ¿cómo hace éste para terminar con el insecto? El elefante lo podrá alejar y escarmentar pero éste volverá a fastidiarlo indefectiblemente.
Dudo que esta parábola sea vigente. El poder del terrorismo islámico es ya demasiado visible como para compararlo con un fastidiante mosquito. Tienen misiles que cubren casi todo el territorio israelí, túneles que penetran dentro de nuestro territorio y un aparato de propaganda que sería la envidia del mismo Joseph Goebbels.
Les propongo un ejercicio. Supongamos que la Corte Suprema de Justicia dictamina que el uso de softwares antivirus constituye una flagrante violación a los derechos de propiedad intelectual. Se sabe, que estos sistemas escanean todos los archivos de nuestros ordenadores y se inmiscuyen - impunemente - en los secretos de cada programa instalado en nuestras computadoras.
Posiblemente, dicha sentencia sea razonable, pero el mundo se llenaría de hackers. No estoy hablando de hackers que roban nuestra dirección de correo electrónico. Hablo de aquellos que pueden hacer chocar aviones comerciales en pleno vuelo o generar un catástrofe en una usina nuclear. El remedio sería así mucho más grave que la misma enfermedad.
Viéndolo en retrospectiva, ésto es lo que ocurrió con los Acuerdos de Ginebra. Si bien, desde un punto de vista declarativo y legal los civiles debieran quedar a salvo de los conflictos armados, éstos terminaron siendo una de las armas más efectivas del terror. Los Acuerdos de Ginebra proponen un marco legal sensato y razonable, pero el mundo se llenó de terroristas que, así como los hackers experimentados, saben estacionarse en cada agujero del sistema.
El yihadismo se ríe de los Acuerdos de Ginebra. Tal vez éstos logren amedrentar al Ejército de Nueva Zelanda o Noruega. Incluso al de Israel, aunque muchos no lo crean. Pero nunca lo harán con un banda de fanáticos islamistas.
Parashat Reé, hacia el principio del capítulo 14 del libro Dvarim, vuelve a traer un listado de animales puros e impuros. Entre las aves rapaces impuras mencionadas allí aparece la «Raá» (habitualmente identificada con el buitre).
El vocablo hebreo «Raá» tiene la misma raíz lingüistica que el verbo hebreo «lirot» (ver). Por esa razón, RaSHI relata en su comentario a la Torá que la naturaleza del buitre o Raá es ver desde distancias enormes. El Talmud, en la misma linea, nos cuenta que dicha ave vuela por el cielo de Babilonia y puede ver carroña en la Tierra de Israel.
El buitre evidentemente no está sólo.
Son muchos los asentados a kilómetros de distancia que ven carroña en la Tierra de Israel. Israel se ha transformado en una presa fácil. El «anti-sionismo» comienza a dar dividendos. Vende diarios, despierta aplausos fáciles y atrae votos.
Sin embargo, quienes vivimos en la Tierra de Israel no nos dejamos confundir. Sabemos que ésta es una guerra por nuestra casa y que el futuro del Estado y del pueblo judío que habita en la diáspora depende en gran medida de la resolución de esta batalla. Cuando los misiles explotan sobre la cabeza de nuestros hijos, los Acuerdos de Ginebra siguen sonando sensatos, pero no son más que una abstracción.
Israel no lleva adelante ataques aéreos en las montañas de Irak o detona explosivos a control remoto en Kurdistán. El oficial que ordena detonar un túnel en la Franja de Gaza, lo hace porque éste desemboca debajo de su salón. El sargento que dispara la Cúpula de Hierro, sabe que el misil interceptado iba rumbo a la escuela de su hermano. Y la nieta del comandante en jefe del Ejército israelí - si la tuviera - bien podría estar jugando a las muñecas con mis hijas en el mismo refugio subterráneo.
Si algún ingenuo creía que los civiles algún día veríamos las guerras sólo a través de la televisión, sus esperanzas ya han quedado sepultadas. Hoy las vemos por la ventana. Mientras tanto, seguimos enterrados en Ginebra.
¡Shabat Shalom!