Alguien te mira
Nuestros sabios nos enseñan que si un hombre es atacado por su impulso del mal, debe vestirse de negro y dirigirse a un lugar donde nadie lo conozca para no profanar el nombre de Dios en público.
Cuenta un viejo chiste que a un rabino le ocurrió lo siguiente: Un buen día, sintió unas ganas descomunales de comer cerdo. Siguiendo el consejo talmúdico, tomó con su auto la carretera hacia el sur y luego de viajar 500 kilómetros se detuvo en una inhóspita posada, en la cual, seguramente, nadie lo conocía.
Nervioso, tomó asiento, y llamando al mozo pidió un plato de cerdo.
Al cabo de unos minutos, el rabino notó que un autobús estaba arribando al lugar, por cuya puerta descendían los jóvenes de su congregación y alguno que otro dirigente de su sinagoga. El grupo ingreso a la posada en el preciso momento en el que el mozo salía de la cocina - bandeja en mano - y con un enorme cerdo que aprisionaba entre sus dientes una deliciosa manzana roja.
Sorprendidos ante el particular encargo del rabino, la gente ya había perdido la respiración.
El rabino tragó saliva, los miró y les dijo: «¡Es increíble! Uno viene hasta estos lugares, pide una manzana y miren lo que le traen».
Podremos correr, tomar la ruta hacia el sur y escaparnos de los ojos de los otros. Podremos incluso engañarlos, si es que nos toman por sorpresa a la hora de la transgresión.
Pero... ¿dónde podremos correr para escaparnos de los ojos de Dios?
¿Existe acaso algún lugar en el cual podamos escondernos de sus ojos?
Ya la misma Torá nos cuenta que cuando Adán y Eva comieron del árbol, se escondieron entre los árboles del paraíso al escuchar la voz de Dios que se acercaba.
Dios preguntaba: «¿Dónde estás?», no porque no sabía dónde estaban, sino porque quería ver su reacción.
No sé si recordarán la película «The Truman Show» que se proyectó hace algunos años.
Un hombre que - sin saberlo - era filmado por decenas de cámaras día y noche y observado por una multitud a través de las pantallas de TV, que espiaba su vida y su intimidad.
¿Y si fuera que en realidad no nos espía una multitud, sino que el que nos espía es Dios?
¿Y si fuéramos nosotros mismos los protagonistas de esa miniserie celestial que se inmiscuye hasta en el más mínimo detalle de nuestra intimidad?
Nuestra generación ha perdido, en cierta medida, esa dimensión de la religiosidad. Dejó de sentir los ojos de Dios posados sobre su espalda.
Olvidamos que Dios no atiende únicamente en la sinagoga. Olvidamos que Dios también está presente en nuestro dormitorio, o incluso en la caja registradora de nuestros comercios.
Como dice Parashat Nitzavim, que leemos esta semana en la Torá: «Hanistarot Laadonai Eloheinu» («Las cosas ocultas, son del Eterno, nuestro Dios»).
Olvidamos que hay algo más que una multitud de mirones que nos observan, y de los cuales sí nos podríamos esconder, y a los cuales sí podríamos engañar si así lo quisiéramos.
Los Iamim Noraim nos invitan a recuperar esta dimensión de nuestra religiosidad que fuimos perdiendo.
Es sentir nuevamente los ojos de Dios posados sobre nosotros, a fin de comportarnos de idéntica forma públicamente - cuando el ojo crítico de la multitud nos mira - y en la intimidad, dado que siempre alguien nos observa.
Los Iamim Noraim nos invitan a ir a la sinagoga para recordar que Dios nos mira también fuera de ella.
Cuando enfermó Rabán Iojanán Ben Zakai, sus alumnos ingresaron a verlo y le pidieron una bendición.
«Maestro, bendícenos», le dijeron.
Y el maestro, con el último aliento les dijo: «Sea la voluntad de Dios que vuestro temor al Cielo esté sobre vosotros de la misma manera que está sobre vosotros el temor a la gente. Que así como se cuidan de aquello que dirá la gente, se cuiden de aquello que dirá Dios».
Que esta bendición se haga extensiva a todos nosotros en este año que se inicia.
¡Shabat Shalom y Shaná Tová!