Como los animales, también los humanos dejamos huellas. Los animales saben borrarlas cuando se trata de salvar su pellejo: para evitar, por ejemplo, ser seguidos por un depredador o un cazador.
Saben, también, destacarlas, para indicar a los de su manada el camino a seguir. Para ellos, las huellas son señales.
En principio, parecería que nada muy distinto a lo que hacemos los humanos. Sin embargo, la diferencia es que los humanos hacemos, de la huella, letra. No señales inequívocas o lineales, sino entramado de signos, texto abierto a mil posibilidades de lectura.
«La vida no es la mera circulación de la sangre por las venas», sentencia Spinoza en su Tratado político. Y en similar tesitura, Walter Benjamin refuta - por falaz - «el dogma de la sacralidad de la vida», si es que vida se entiende en su sentido exclusivamente biológico.
No, parecen decir ambos pensadores: la vida, en términos humanos, es la existencia ligada a la ley, a la transmisión, a la ética. Como se desprende del cap. 18 de Génesis, allí donde los enviados de Dios le anuncian a Abraham el próximo nacimiento de su hijo Itzjak y, a la vez, la inminente destrucción de Sodoma y Gomorra.
Lo que en esas ciudades perversas se desarrolla no es propiamente vida, sino un mero subsistir contrario a toda legalidad.
Dios, en efecto, decide comunicar al patriarca su decisión porque «lo he elegido para que encamine a sus hijos y descendientes en Mis caminos de rectitud y justicia».
La vida judía es, en efecto, un camino. Habrá que ver cómo se piensa este caminar.
El nombre del año nuevo expresa en apretada síntesis una peculiar concepción de la herencia y la sucesión de generaciones: Rosh Hashaná significa en un sentido literal «cabeza de año», pero shaná connota también repetición, cambio, estudio, transformación. Palabra etimológicamente emparentada con shení, segundo, de modo que - interesante paradoja - rosh ha shaná podría entenderse como «primero-y-segundo», o «comienzo y repetición» o «inicio del cambio».
Así, la festividad reúne las nociones de continuidad y discontinuidad, de transmisión y cambio, de antecedencia y aprendizaje, por tanto de escritura y lectura y, por ende, reescritura.
Somos un pueblo de lectores. Pero enseñar a leer - obligación de todo padre en tanto maestro - no implica imponer una versión única ni un sentido absoluto de lo escrito.
Se trata entonces - como dice el autor francés Guy Petitdemange -, de «liberar el instante presente del ciclo destructor de la repetición y sacar, de la discontinuidad de los tiempos, las oportunidades de un cambio».
Si el que abre camino deja sus huellas, quienes lo siguen cargan con la indelegable responsabilidad de leer e interpretar tales marcas: harán de ellas un texto otro, para que continuar no sea una mera reiteración inerte sino una tarea creativa y propiamente humana.
«Recibir y cuestionar» (Hannah Arendt), iniciar un camino propio allí donde el antecesor ha grabado su pisada. Porque, a diferencia de los animales, lo propio del ser hablante es la libertad.
Rosh Hashaná es la ocasión de sostener lo heredado, resignificarlo, insuflarle nueva vida y relanzarlo al futuro, allí donde nuestros descendientes sabrán leer las letras recibidas para escribir sus propios textos.
Que seamos inscriptos en el Libro de la vida, y que sepamos escribir en él nuevas y fructíferas páginas.
¡Shaná Tová Umetuká!