Los Protocolos de los Sabios de Hamás
- Parashat Jukat relata la súbita muerte de Aharón, el Sumo Sacerdote y hermano mayor de Moisés. Su deceso, no sólo provocó un espacio difícil de llenar en cuanto a liderazgo, sino que, de acuerdo a nuestros Sabios, dejó al pueblo de Israel literalmente indefenso.
El Talmud de Babilonia nos cuenta que por mérito de Aharón las Nubes de Gloria acompañaban a los hijos de Israel durante su marcha por el desierto y los protegían de peligros externos. Estas nubes, según se nos relata, tenían un efecto disuasivo.
Pero al morir Aharón las nubes se retiraron e Israel quedó expuesto a los embates de sus enemigos. Ésto resulta más que evidente por la forma en que se desarrollan los acontecimientos. Nos dice la Torá: «Y vio toda la comunidad que murió Aharón» (Bamidbar; 20-29) e, inmediatamente después, «Y oyó el cananeo, rey de Arad, morador del sur... y peleó con Israel» (21-1).
¿Qué es lo que oyó el cananeo? Dice el Talmud: «Escuchó que murió Aharón y que se retiraron las Nubes de Gloria y entendió que tenía permiso para luchar contra Israel». La Torá nos cuenta que Israel repelió el ataque con la anuencia divina y la victoria militar fue aplastante
Sin embargo, este episodio no amedrentó a los enemigos. Hacia el final de la Parashá se nos cuenta que dos nuevos monarcas quieren torcer el brazo de los hijos de Israel por la vía armada. El primero es Sijón, rey de los emoreos, y el segundo Og, rey de Bashán, junto con sus respectivos ejércitos (Bamidbar; 21, 21-25 y 21, 33-35). Sus tierras son conquistadas y en ellas - de acuerdo al libro de Yehoshúa - allí se establecerán las tríbus de Gad, Reuvén y la mitad de Menashé (véase Yehoshúa; 1, 12-18).
Habiendo llegado a la conclusión de que Dios no abandonará a Israel en la batalla, los enemigos de Israel comienzan a elaborar sofisticados y originales métodos en su afanosa búsqueda de destrucción. En la Parashá de la próxima semana, veremos que Balak, rey de Moav, ya no enfrentará a Israel por medio de su ejército sino que lo hará a través de un hechicero llamado Bilam, quien tenía el poder de la maldición en su boca. El monarca moabita no pudo prever que Dios iría a poner en boca de Bilam una bendición en lugar de una maldición.
Más original y destructivo resultó el método utilizado por los midianitas. Éstos enviaron a una prostituta al campamento de Israel para pervertir la moral de los israelitas (Bamidbar; 25, 6-9). Aquella mujer se llamaba Cozbi, y era hija de Tzur, uno de los reyes midianitas. Tan grande era el odio profesado por Midián que sus líderes no dudaron en degradar a una hija de la realeza para pervertir sexualmente a Israel. Se sabe, desde entonces, que el odio por Israel no conoce límites.
En el plan midianita se puede adivinar una clara intención. No es necesario movilizar la maquinaria militar para derrotar a Israel. El pueblo hebreo - en la mezquina lógica de sus adversarios - se autodestruirá por obra de su propia depravación. La estratagema de Midián fue tristemente efectiva. La ira divina produjo 24.000 bajas entre los hijos de Israel.
Tanto en tiempos bíblicos como en nuestros días, los enemigos de Israel buscan nuevos y originales caminos para provocar la destrucción del pueblo judío. Ayer fue un hechicero o una prostituta midianita; hoy, bien puede ser una bomba atómica iraní o decenas de miles de cohetes de Hamás y Hezbolá.
El odio a Israel siempre produjo pactos políticos inesperados. Uno de ellos fue la coalición de Midián y Moab a fin de planificar la ofensiva contra los hebreos. El Midrash los compara a dos perros pendencieros que dejan de lado sus peleas para vencer al lobo. El lejano espectador sentado en alguna butaca del siglo XXI posiblemente no sepa que el odio entre estos dos pueblos era ancestral y su reunión a fin de destruir a Israel resultó sorprendente y - al mismo tiempo - patética.
Problamente dentro de mil años, cuando se analice la página de la historia que estamos escribiendo en nuestros días, pocos detengan su atención en los fracasados intentos de reconciliación de Mahmud Abbás, presidente de la Autoridad Palestina, con la organización terrorista Hamás, quien lo expulsara a balazos de la Franja de Gaza.
Respecto a Hamás ocurre algo curioso. Cuando la prensa anti-israelí analiza las razones por la cuales lanza sus misiles contra la población civil del Estado judío, encoje sus hombros y dice: «¿Y qué quieren que haga? ¡No tiene otra alternativa!».
¿Acaso Israel tiene alternativas? Una acción militar no será mejor vista por dichos medios. Retirar los asentamientos judíos de Gaza pareció ser una buena idea, pero tampoco funcionó. Firmar un tratado de paz será una quimera en tanto Hamás no reconozca a Israel. El suicidio tampoco entra en los cálculos de nadie. Y mientras tanto la psicótica y surrealista narrativa de Hamás y sus acólitos sigue sumando adeptos en el mundo occidental.
Esta narrativa sostiene que el sionismo es racismo y que el hogar natural de los judíos es Europa. Demás está decir que el trato que se les dio a los judíos cuando estaban en «su hogar» no alcanzó los standares de hospitalidad y buenos modos requeridos, sobre todo entre 1933-1945. Quien «compra» dichos postulados, lo hace imbuído de un profundo sentimiento antisemita.
En los años posteriores al Holocausto, ser antisemita se transformó en algo retrogrado. No obstante - a no engañarse - el antisemitismo siempre estuvo al acecho, agazapado y esperando la oportunidad para dar el zarpazo. Al judío - en su fina retórica ya no hablarán de judíos, sino de israelíes - ya no hay que juzgarlo como tal, sino por criminal de guerra, usurpador de tierras ajenas y aliado del imperio. Esta narrativa también suma adeptos en el mundo civilizado.
Desde 1948, fecha del establecimiento del Estado de Israel, se sucedieron un sinfin de guerras y escaladas que costaron cerca de 60.000 vidas entre los vecinos países árabes, siendo apróximadamente un 10% de éstos palestinos. El número es espeluznante; cualquier habitante de este mundo que corra sangre por sus venas, no podrá sino horrorirarse ante semejante cantidad de víctimas.
Pero no menos cierto es que desde entonces y hasta la fecha murieron más de 13 millones de árabes y musulmanes por mano de sus propios hermanos o por obra de potencias extranjeras ocupantes. Ésto ocurrió en Argelia, Sudán, Afganistán, Somalia, Bangladesh, Indonesia, Irak, Líbano, Yemen, Libia, Siria, Gaza, Jordania y en un sinfin de conflictos armados y guerras civiles.
Los números son aterradores. Vivimos en un mundo donde - tristemente - millones de personas mueren por década en luchas por porciones de tierra, por antagonismos religiosos o empujados por el odio fundamentalista. Quien critica a Israel no es antisemita; quien aísla malintencionadamente a Israel de este aterrador contexto mundial, sí lo es.
Israel es presa cómoda para cualquier líder mundial de tendencias populistas. Criticarlo no supone riesgo alguno, pero el aplauso es fácil y el rédito político es enorme.
En algún sótano oscuro, algún grupo de expertos del odio se está encargando de avivar esas brasas antisemitas que parecían consumidas desde el fin de la Shoá. Uno puede imaginarse ese cuartel bajo alguna oficina gubernamental en en Teherán o Aden.
Puede imaginarse la mesa larga y la pantalla gigante de fondo para escuchar la opinión de algun «experto» ausente por compromisos asumidos con anterioridad. Seguramente alrededor de esa mesa están sentados grupos antagónicos unidos por el «común enemigo», tal como ocurriera en tiempos bíblicos con Midián y Moab.
Ya se sabe: No hay nada nuevo bajo el sol...
¡Shabat Shalom!